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Angrois, miércoles 24 julio 2013

Por Andrés Expósito , 29 julio, 2014

Eso dijo, o eso le escuché, “íbamos a un bautizo y nos quedamos a un funeral”.  Eso lo explica todo, como el lienzo de un cuadro donde se acumula y queda impregnada la totalidad, el infalible concepto, la tesis unánime, todos los colores, todo lo posible, la verdad y la mentira, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, la esperanza y la desesperanza.  Todo.

Y como si ese viaje del Alvia quedara infinito, inacabado, partieron y aún no han llegado, habrá que proseguir esperando, quizás algún día regresen, quizás algún día alcancen la estación de destino, quizás algún día se borren de la memoria los cuerpos esparcidos, los miembros mutilados, los muertos acumulados y amontonados sobre vivos,  los rastros de las lágrimas, el dolor del espasmo, las inconclusas y apremiantes y socorridas preguntas, quizás algún día, sino, siempre quedará la visión y el ejemplo de los vecinos de Angrois, y ellos nos demuestran que la especie humana alberga salvación posible, y acudirán prestos a gritar al mundo que residimos en hábitat sociales y por ello nuestra conducta también debe ser social.

Los muertos restan, siempre restan, nunca suman, y aunque en los periódicos y en los noticieros, y en las estadísticas, incluso para los datos históricos, suman, en realidad, los muertos restan, y cuantos más, más restan, restan en el dolor de familiares y conocidos, restan en la visión externa, restan en la sensación caótica y reflexiva de que la luz siempre acaba por apagarse, y también, en el insignificante batir de las alas ante nuestros ojos, que es la vida, y que traza fugaz, furtiva, implacable, el recorrido de la existencia.  Eso dijo, o eso le escuché, “Íbamos a un bautizo, y nos quedamos a un funeral”.

Partieron, como partimos todos, como cada mañana, como cada tarde, ansiosos, felices, briosos, elocuentes, y cerraron tras de sí la puerta cotidiana con la intención de volver, desestimaron el fulgor y los irrepetibles destellos del amanecer porque habría otros, y quedó algún saludo no correspondido o no advertido por la prisa, un beso postergado  o dejado a mitad, porque más tarde o más temprano, más o menos días, al final regresarían, y ahora, ¿qué?, ¿qué sucede?,¿qué se hacen con los nuevos amaneceres, con los saludos que no habrán, con los besos desconsolados que aún esperan?, ¿ahora qué?,  ¿por qué no regresaron?, ¿quién dicta que debemos o no regresar?  Albergamos concisos y certeros, aunque no haya grito ni presunción, que regresaremos, ¿y si no  regresamos?, o como nos decía Mario Benedetti, ¿cómo seremos todos sin nosotros?

El desorden se amplia, se constata, alguien tiene la culpa, ¿qué más da?, en verdad eso no soluciona nada, el viaje se ha transformado en infinito, ahora nada cambiará, el rastro está impregnado, la sombra bordada imperecedera en quienes no llegaron a la estación de destino.  En el lienzo histórico del 24 de julio, la oscuridad no está coloreada en negro, es lo ausente, lo que ya no está, los que aún no han llegado, es lo que falta tras detenernos a observar las líneas y los colores, es lo que produce una sacudida emocional, es el desequilibrio irrecuperable del cuadro, el error impensado e imborrable, imperecedero, inmóvil al transcurso del tiempo y a la vorágine imprevista de los días, es ese dolor ahí, constatado en la humedad de las mejillas, en los gritos somnolientos a medianoche, en los que prosiguen esperando mientras el tren aún no llega.

“Íbamos a un bautizo, y nos quedamos a un funeral”, eso dijo, o eso creo que le escuché.

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