Aprender del abismo
Por Luis Javier Fernández Jiménez , 30 diciembre, 2020
Como puede resultarle a cualquiera, este 2020 no ha sido un año especialmente bueno para mí. La crisis de la Covid-19 me ha imposibilitado realizar muchos propósitos y, también, metas futuras. Aunque consciente de que en estos mismos instantes, en otros lugares del mundo hay gente más desdichada que yo, me siento un afortunado –tal vez, el concepto, en cierto modo, sea impreciso– pero me siento un afortunado sobre todo por las cosas que intento aprender de esta hecatombe virulenta. O, en todo caso, de aquellas cosas que me han sido posible aprender. Nunca he perdido de vista cuán frágil es la naturaleza humana: su mutación, sus desgastes, su bipolaridad, el dolor soportable, el ansia, la incertidumbre, la amargura, la desesperanza… Toda esa tesitura que, en determinados momentos como los de ahora, desgraciadamente forma parte de nuestro día a día. Y a pesar de todos los objetivos que este año no he podido conseguir, me siento afortunado ante la pertinacia mía de aprender de las desgracias; de convertir, a ser posible, cualquier conjetura en una sabia habilidad práctica.
Como escribió Ovidio en El arte de amar: «Con frecuencia las desgracias estimulan el ingenio», he pretendido sacar provecho a cuanto he vivido en los últimos meses. Y sin embargo, no me conformo con ello dado que, lo no conseguido, no es por defecto mío o por incapacidad, pues creo haber hecho cuanto he podido con avidez. Uno cumple de la mejor manera y nunca se está completamente seguro de errar el blanco, por mucho que se ajusten todas las posibilidades de acertar. Suerte que este año acaba prontamente, dejando paso a otro capítulo del que, esperemos, los caminos sean otros y las circunstancias más fructíferas. De modo que a tenor de este maldito 2020 que tantos giros ha provocado en el mundo, cuánta gente será capaz de sacar a la luz sus mejores virtudes; así ha quedado demostrado, verbigracia, por personas solidarias, profesionales de la sanidad, vecinos altruistas, empresarios comprometidos con el valor social, colectivos diversos, entidades afines, etc. Gente, en definitiva, que con la mejor de su voluntad, ha adaptado su modo de vida fehacientemente. Y no cabe duda alguna que, de cara a los próximos meses, emergerá más personas como todos ellos. Aunque, en contraposición, habrá gente que no aprenda nada de esta crisis en la que nos vemos inmersos.
Hablo de gente cuya posición social los aleja de la realidad más cruda, considerando que el destino no puede asistir cornamentas ni traiciones. Personas a las que su statu quo los acomoda sibilinamente como a esos gatos que pillan los camastros al repanchigarse. Esa otra humanidad gobernada por su confort y privilegios. Si, ante el abismo, serán capaces de aprender virtud alguna. Lo cierto es que me temo que no. Que no aprenderán nada. Somos un país cuya historiografía pone de manifiesto diferentes contrastes, incluso demasiados horizontes perdidos. Derrotas –no estrictamente hegemónicas ni militares– sino descalabros sociales. La incapacidad de no aprender nada de una crisis. Somos un país que no escarmentamos de nuestros fracasos históricos ni aprendemos de nuestros propios errores. De modo que somos, inequívocamente, cómplices de la mediocridad política, de los desbarajustes económicos, de las leyes infames, del atontamiento de la ciudadanía, de la tiranía mediática, de la felicidad de los engañabobos, de la infamia periodística, de la decadencia moral, educativa y social… De todo ello somos absolutamente culpables. No damos tregua a la tamaña decrepitud nacional. Y así también quedó demostrado en la crisis de 1993 al desatarse la guerra del Golfo, el aumento de la inflación y la destrucción de empleo en España y Europa; y que, pormenores daños, los poderes fáticos no implementaron medios paliativos para un futuro. De igual manera ocurrió en la crisis de 2008 tras la quiebra del banco Lehman Brothers New York. Lo cierto es que Europa, desde entonces, aun habiendo adoptado el Plan Juncker para la inversión económica y el aumento de los recursos financieros, no se ha equipado inteligentemente para no caer en crisis venideras. A efectos de la globalización, cuyo impacto de un país merma en otro, esta crisis covidiana es una consecuencia endógena, pues ninguna potencia mundial estaba prevenida para ser víctima de un virus. Lo paradójico del percal es que, el ser humano, es quien destruye el planeta mientras que, un bicho, destruye el capitalismo. En tan sólo doce meses el mundo ha cambiado de forma irreductible. No sabemos, ni a ojo avizor de los científicos ni de la OMS, por dónde nos pueden sobrevenir nuevas cepas del Covid. A estas alturas somos conscientes de la magnitud perniciosa que la virulencia covidiana está causando en el plano social, económico y laboral. Tristemente, como todo apunta, las consecuencias no pueden frenarse todavía. Aumentarán a mansalva las desigualdades sociales e intergeneracionales, donde, los jóvenes, a diferencia de los mayores, tendremos más escollos para el cumplimiento de nuestros proyectos de vida. Así que, por lo empedrado que sea el paisaje, los tiempos de crisis significan tiempos de reflexiones. Una perogrullada, en efecto. Pero no hay solución más certera cuando todo el mundo, en mayor o menor medida, sabe lo que ocurre aunque realmente nadie sabe cómo paliar el abismo. En un foco como éste, es donde se muestra todas las caras de la condición humana sin parangón. Eso obliga al ser humano a realizar hazañas admirables, donde la bondad engloba todo tipo de bondades, y aguarda hasta la más rastrera de las maldades y vilezas. La efervescencia de todo ello es lo que puede originar que el ser humano sea admirable o despreciable. Y estas consideraciones, creo que se dan actualmente a partes iguales. Desconozco qué tipo de ser humano saldrá de toda esta crisis covidiana, pero deseo que nazca una humanidad que al menos sepa aprender del abismo. Una humanidad más virtuosa que sea capaz de hacer que esta vida, al fin, valga la pena.
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