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Día de escabechinas y catástrofes naturales

Por Víctor F Correas , 13 noviembre, 2015

Día fetén el de hoy. Cómo no lo va a ser cuando se conmemora una de las mayores carnicerías que ha conocido la humanidad. Una de esas gestas que nos honran como especie, que nos demuestran que nuestro límite aún está por conocer.

Un citius, altius, fortius como Dios manda, sin límite; que quede constancia de lo que valemos. Un potosí, sin duda. Ubiquemos el asunto para empezar: norte de Francia, inmediaciones del río Somme, que ha conocido más batallas que litros de agua arrastra su corriente -lo cruzó Eduardo III camino de la de Crécy, hubo refriegas durante la de Agincourt, y no lejos de su cauce cayó Manfred von Richtofen, el llamado Barón Rojo, abatido por una bala-. A comienzos del verano de 1916, y viendo que la cosa no avanzaba –esa Primera Guerra Mundial que, según muchos generales, no iba a pasar de una refriega de cuatro semanas-, el ejército británico decidió lanzar una ofensiva contra posiciones alemanas a lo largo del río. En el recuerdo, todavía, la batalla de Verdún, que fue también una escabechina de narices aunque sin punto de comparación con lo que estaba por llegar; que iba a ser inmenso. A las pocas horas de iniciarse la batalla, sesenta mil británicos ya criaban malvas en las riberas del río. ¿Y el avance? Unos pocos kilómetros. Así transcurrieron los meses hasta llegar al día de hoy de hace noventa y nueve años, que callaron las armas. El avance definitivo para los aliados, una cifra escalofriante: once kilómetros después de cuatro meses de darse de todo con los alemanes menos los buenos días. La matanza, más de un millón de muertos –cuatrocientos mil británicos, doscientos mil franceses  y medio millón de alemanes-, lo que hace que la Batalla del Somme suba por méritos propios al podio de las mayores carnicerías conocidas por la humanidad. En el número dos, la de Kursk –la mayor batalla de tanques de la historia-, y en el uno, Stalingrado. Pues eso, que cuando nos ponemos, nos ponemos de verdad.

Y cuando no somos nosotros es la naturaleza la que nos recuerda dónde vivimos y quién manda aquí. Más que nada por si se nos olvida, que en ocasiones –demasiadas- así ocurre. Hace treinta años entró en erupción un volcán en la cordillera de los Andes, en la zona central del oeste colombiano. Cenizas, polvo, algo de lava… Y gases, y también mucho calor. Todo eso emitió el Nevado del Ruiz. La nieve derretida se trasformó en lodo, y el lodo junto a todo tipo de escombros arrasó una villa llamada Armero. La vida de veinticinco mil personas duró lo que un suspiro. Entre ellas, la de una niña de apenas trece años llamada Omayra, que luchó todo lo que pudo por salvar la suya. El mundo fue testigo de su lucha.

Otra: un espectacular tifón con rachas de hasta doscientos kilómetros por hora arrasó Bangladesh –entonces dentro de Pakistán oriental- hoy hace cuarenta y cinco años. Las costas fueron engullidas por olas gigantes, y en cuestión de minutos cerca de doscientas mil personas fueron borradas del mapa. El gobierno de Pakistán oriental no gestionó lo que se dice bien el desastre y en un año Bangladesh se convirtió en un país independiente. Que la cosa vendría de atrás, seguro, pero hay situaciones que ayudan. Como la inutilidad a la hora de afrontar lo que de verdad importa. Ahí es cuando se ve el percal de quien gobierna. No falla.

Por lo demás, hoy vinieron al mundo Robert Louis Stevenson –hace ciento sesenta y cinco años-, a cuya isla más de uno se iría con los ojos cerrados; y San Agustín –hace algo más, mil seiscientos sesenta y uno-, uno de los pensadores cristianos más importantes que legó para la posteridad obras como Las confesiones o La ciudad de Dios.

El que la palmó, entre otros, hoy hace ciento cuarenta y siete años fue Gioacchino Antonio Rossini, que en trece días compuso una obra llamada El barbero de Sevilla. Sí, en sólo trece días. Todavía hay gente que no se lo cree.

Sed buenos y felices si podéis… U os dejan.

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