El imperio de lo fácil
Por Silvia Pato , 3 septiembre, 2014
Ahora que estamos a las puertas de un nuevo curso, leemos en los medios la noticia de que el acoso escolar sufrió un incremento el año pasado en los centros educativos.
Los planes que realizan las distintas administraciones públicas para combatir este mal abarcan desde conferencias hasta todo tipo de actividades complementarias, esperando concienciar sobre un problema en aumento. El cyberbullying, así como las agresiones físicas y verbales, resultan desgraciadamente una constante en los días de estudio que veremos aparecer de cuando en vez por los periódicos.
Siempre ha existido ese tipo de acoso, el hecho no es nuevo; lo que sí es diferente en la sociedad de los nativos digitales es la aceptación del mismo que existe entre los más jóvenes, la difusión que realizan sobre los hechos cometidos y el exhibicionismo y aplauso de determinado entorno en la red que convierte en líder a quien antes se despreciaba.
Mientras los inmigrantes digitales recuerdan cómo, en su infancia, se hacía el vacío a aquel que actuaba de determinada forma, y la empatía hacia quien sufría los insultos y burlas era algo natural; en la actualidad, el agresor siempre tiene su público, a lo menos virtual, y las personalidades empáticas siguen en descenso.
Parece que las medidas para combatir el ciberacoso van encaminadas siempre en la misma dirección: qué hacer cuando el problema ya ha aparecido y cómo actuar si uno es víctima. Y aunque esto sea de por sí imprescindible, también lo es remontarnos al principio de todo.
No es la primera vez que menciono en esta columna el origen de cada una de las dificultades que nos rodean, de cada uno de los conflictos con los que nos encontramos en nuestro día a día. Empieza a parecer una actitud más filosófica que realista la que defiende la idea de no olvidar las razones por las que acontecen los hechos, porque solo teniendo estas en cuenta podrán resolverse, solventarse o sobrellevarse adecuadamente, evitando así que se produzcan lo menos posible.
Desde luego, las circunstancias para que haya críos que disfruten siendo crueles son tantas que muchos dirán que es imposible o complejo abordar este asunto, así como tantos otros similares en los que algunas personas acaban sufriendo a manos de sus congéneres. Pero que algo sea complejo, complicado o difícil no debería ser una barrera para intentar encontrar el mejor modo de afrontar y solucionar las cosas.
Hay un par de cuestiones tan simples que apenas se repara en ellas. Probablemente sean dos gotas en el océano de todas esas circunstancias que inciden en problemáticas como esta; sin embargo, son incuestionables: la facilidad y la falta de empatía.
Un mundo en el que lo fácil se valora de tal forma que cuando alguien escoge el camino difícil porque es el que considera acorde con su conciencia es tildado de tonto no va tener traba alguna a la hora de utilizar las tecnologías en aras de sus usos más crueles. Si se premia lo fácil, el éxito rápido, el dinero ganado sin esfuerzo, el pisar a los demás para alcanzar las propias metas; si con cada suceso que nos rodea se difunde la idea de que el fin justifica los medios, ¿qué mensaje se les da a aquellos que se están formando?
El acoso escolar lo ha habido siempre pero nunca fue tan fácil cometerlo. Si añadimos a esto la falta de empatía de los jóvenes que se convertirán en adultos, la bomba de relojería está asegurada.
¿Qué no va a hacer aquel que le resulta indiferente ver físicamente a alquien pasarlo mal a través de una pantalla?
Si el temblor de las manos, de la voz, las lágrimas, las miradas huidizas y el dolor no son capaces de hacer mella en la personalidad de uno para frenar los peores instintos de la naturaleza humana, ¿cree alguien que va a conseguir reprimirse ante un teléfono móvil o un ordenador?
Una vez en estas líneas, abogué por las clases de Filosofía, hoy por hoy, a veces pienso que terminará teniendo que haberlas de empatía.
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