Esquiadores en Coney Island y borrachera de arte en el Metropolitan
Por José Luis Muñoz , 14 marzo, 2015
El día amanece soleado, una vez más, pero reina el frío polar en un cielo abandonado por las nubes. Me dejo guiar de buena mañana por mi cicerone de lujo que me lleva de la mano por la ciudad de los rascacielos sin titubear un instante, como si hubiera nacido allí. Pierdo de vista el cielo azul en cuanto entramos en el metro. La línea F es una de las de más largo recorrido de un suburbano que te puede llevar a cualquier rincón de esa inmensa ciudad y que funciona las veinticuatro horas del día porque Nueva York nunca duerme. El convoy entra rechinando en la vetusta estación a toda velocidad, como si fuera a descarrilar, y sitúa sus diez vagones de color gris metalizado a lo largo del andén, aunque uno siempre crea que el conductor no va a ser capaz de frenar y se pase de largo. El metro acoge y escupe viajeros en cada una de las paradas y el paisaje humano cambia y va diluyéndose a medida que nos aproximamos al East River que cruzamos, saliendo al exterior, por el Manhattan Bridge. Atravesamos entonces Brooklyn por su superficie y pasamos por Prospect Park en donde alguien siempre me dijo que la mujer de Paul Auster, Siri Hustvedt, tenía su librería. El trayecto es largo. Casi una hora en metro para cruzar Brooklyn de Oeste a Sur y en cada parada se reduce el número de viajeros del vagón hasta sólo quedar una docena, ideal para que una panda latina nos ataque, como la de El incidente de Larry Pearce en el que un grupo de gamberros urbanos, liderado por un joven Tony Musante, antes de interpretar Anónimo veneciano con la brasileña Florinda Bolkan, atemorizaba a todo un vagón de metro del que no dejaban salir a nadie.
Coney Island es el final del trayecto, así es que allí bajamos los escasos pasajeros que quedamos en el vagón. Si no hiciera sol el lugar sería deprimente. Avanzamos hacia el mar por una calle amplia por la que merodea algún vagabundo. En la fachada de un edificio hortera cerrado a cal y canto y con la pared frontal pintada de azul y la lateral de amarillo, hay un contador electrónico de los días, minutos, horas y segundos que faltan para la próxima convención internacional del hot dog, el infame perrito caliente que sigue pesando en los índices de mortalidad precoz en Estados Unidos: 118 días, 22 horas, 19 minutos y 24,8 segundos para el próximo campeonato de ingestas. Junto a las fotografías ampliadas de algunos energúmenos de todas las edades y sexos posibles, alguno con el aspecto de mohicano que lucía Robert de Niro en Taxi driver de Martin Scorsese, que enarbolan perritos calientes como puños revolucionarios, copas bruñidas y cinturones de ring, aparecen el record femenino y masculino de julio de 2014. Sonya Thomas fue capaz de tragar, sin vomitar, la nada despreciable, o muy despreciable, cantidad de 45 hot dogs sin parar. Joey Chestnut se zampó 69 de esos infames bollos. En el muro de la fama aparecen los nombres de los ganadores de las últimas competiciones sin que conste su fecha de defunción. Hubo un año en que un zampabollos se metió entre pecho y espalda más de un centenar de esos proyectiles letales. Y otro, en el que murió in situ uno de los concursantes. Los nombres de estos comedores figuran en la Wikipedia y muchos de ellos han hecho de esto su profesión. This is America.
La playa de Nueva York. Aunque hoy no sea precisamente un buen día para tomar un baño sino más bien para esquiar, como hacen algunos neoyorquinos que se calzan los esquís y se deslizan por la nieve virgen que cubre la infinita playa atlántica.
Siempre hay algo familiar en Nueva York, también en Coney Island, aunque nunca haya estado antes: la noria en el famoso y decadente parque de atracciones escenario de muchas películas. Sopla un viento gélido que hiela la cara y las instalaciones están paradas. Es un parque de atracciones antiguo, de otra época, profundamente kitsch que me deprime. Marc Emmerich busca el refugio de unas paredes que lo preserven del viento y yo cruzo esa playa nevada siguiendo los surcos de un esquiador de fondo hasta rozar el mar. Qué extraña me resulta esa nieve marina, tan lejos de Arán. La parte de la playa que lame el agua está limpia de nieve y puedo hollar la arena con mis zapatillas deportivas. Unas cuantas gaviotas se pasean por esa franja y otras toman el sol sobre una roca solitaria que se adentra en el mar. Desde ese punto de vista es muy visible un muelle de madera que se adentra, en el que Darren Aronofsky rodara una de las escenas de Réquiem por un sueño, así es que me dirijo a él porque quiero tener una perspectiva de la zona desde doscientos metros más adentro.
Encuentro charcos en mi camino, que se han convertido en pequeñas lagunas de hielo blanco por el que andan las gaviotas. El muelle de madera, muy similar a los que hay en la otra costa, está parcialmente cubierto de nieve y el viento que arrecia hace que la sensación de frío sea más intensa, así es que meto las manos en el pesado tabardo que me acompaña desde que he desembarcado en la ciudad, me calo el peludo gorro ruso que me compré en Alaska hasta cubrirme las orejas y me subo las solapas para preservar el cuello y prevenir el dolor de garganta. Dos pescadores echan el anzuelo a un mar relativamente en calma, pero no sacan nada. Una chica pasa por mi lado corriendo. El viento que sopla hace que las maderas del puente se estremezcan, o quizá sea el suave oleaje el que lo provoca. Camino hacia el extremo, el espolón, resistiendo el frío, y regreso a paso rápido a la playa en cuanto lo alcanza.
Marc Emmerich está aterido de frío y de él solo veo sus ojos que sobresalen por encima de una bufanda que le cubre toda la cara. Caminamos por un paseo de tablas nevado que bordea la playa. Dejamos a nuestra espalda los muros del acuario de Nueva York que anuncia una buena colección de escualos. Un tipo imprudente da comida a las gaviotas y veo ante mis ojos una escena de Los pájaros de Alfred Hitchcock; si le sacan los ojos no voy a ser yo quien vaya en su socorro. Vemos gente que se coloca los esquís y yo echo de menos mis raquetas. Un tipo, más audaz, está montando su piragua para adentrarse y hacer remo en ese océano gélido. Y, de nuevo, cambia el paisaje humano, los rostros eslavos se hacen omnipresentes y otro idioma extraño llega a mis oídos: ruso. Little Odessa.
Marc Emmerich propone comer en uno de los restaurantes que hay en la playa, rusos, enormes, el Tatiana I o el Tatiana II, sobre los que ondea la bandera rusa, pero ambos están vacíos y creo que la comida rusa no me va a gustar, así es que le propongo ir a otra parte. Dejamos la costa para internarnos en el barrio y tomar su calle comercial. Más restaurantes, tiendas de bolsos y gorros de piel y, sobre todo, licorerías con rótulos en alfabeto cirílico que venden vodka. No hay negros ni latinos en el barrio, sólo rusos. Y por eso, en ese enclave eslavo, de Promesas del Este, aunque David Cronemberg la rodara en Londres, sorprende la enorme efigie del malencarado rapero Biggie, que pasó a mejor vida en un tiroteo, ¡Comandante Biggie! reza el gran mural que ocupa la fachada ciega de una casa, como si se tratara del Comandante Chávez. Christopher Wallace, Biggie Smalls, The Notorius B.I.G, Big Poppa, o Frank White, algunos de los muchos nombres que empleaba el orondo artista cuyas canciones eran incendiarias, murió acribillado en Los Ángeles en 1997, así es que el mural lo habrán pintado algunos de sus muchos seguidores. Dejamos a Biggie a nuestras espaldas y tomamos el metro en la parada de Brighton Beach y regresamos a Manhattan. Otra hora de recorrido hasta que el convoy cruza en sentido contrario el Manhattan Bridge y desaparece tragado por las entrañas de la Gran Manzana.
Salimos a la Sexta Avenida con la intención de comer en un local al lado de mi hotel en donde sirven la típica comida americana, pero está cerrado porque es sábado. Tenemos los dos hambre y bajamos por la Séptima buscando un sitio en donde comer. A la altura de la 42 vemos una manifestación en la calle, muy regulada por vallas y policías que impiden que bloqueen los cruces, una manifestación que en nada se parece a las que se producen en Europa que bloquean el centro de las capitales con cientos de miles de personas y provocan el caos. Aquí unas mil personas escasas reivindican derechos laborales iguales para hombres y mujeres, una vergüenza el que a estas alturas del siglo tengan que reivindicarse. Pasamos de largo en nuestra búsqueda de un sitio en donde comer y finalmente nos metemos en un Deli, cogemos comida a peso en un recipiente de parafina, Marc Emmerich una Coca-Cola y yo un zumo de naranja y buscamos una mesa en donde comer con cubiertos de plástico tan infame condumio. Mientras trago un arroz que quiere ser una paella echo de menos el rancho cuartelero de mis veinticuatro años en el campamento de Viator, Almería. Lo mejor, el zumo de naranja, que es natural.
El museo de Historia de la Ciudad está al lado del nevado Central Park, en la Quinta Avenida con la 104, así que cogemos una línea que nos lleve al Uptown y bajamos antes de llegar a Harlem. El museo no es de los grandes, tres plantas, pero hay que pagar entrada. En una de las salas hay carteles de la ciudad; en otra, fotos de trabajadoras costureras y sus útiles de trabajo, de las primeras manifestaciones de las sufragistas; de manifestantes negros contra la segregación racial que ahora es historia pero no lo era cincuenta años atrás. La foto enorme de una chica negra de aspecto triste que enarbola un letrero con el nombre de Jim Crow llama mi atención. La ley Jim Crow segregaba a los negros de los blancos, les impedía a los primeros estar en la misma zona de los transportes públicos que los segundos, les obligaba a beber agua en distintas fuentes, ir a escuelas de negros, tener regimientos especiales en el ejército, hasta 1965. Jim Crow era el personaje negro que interpretaba el actor blanco Thomas D. Rice con la cara tiznada de betún en el musical satírico Jum Jim Crow, porque muchos blanco, entonces, además de despreciar y maltratar a los negros se reían de ellos.
En el tercer y último piso del museo se reproduce lo que era una casa neoyorquina de la Quinta Avenida, el famoso Flatiron Building, el estrecho edificio de planta triangular que está en Madison Square, en tiempos de La edad de la inocencia, la novela que Edith Warton escribió en 1920 y Martin Scorsese trasladó al celuloide en 1993: muebles lujosos de marquetería, retratos de gente distinguida, cortinajes, seda en las paredes y trajes de organdí: la traslación de la estética versallesca al corazón de Manhattan que abrazó la aristocracia exclusiva de la ciudad.
La última sala que visitamos es la de fotografía dedicada a un fotógrafo neoyorquino de origen oriental fascinado por la luminosidad de Times Square y aledaños que retrata con entusiasmo y virando los colores hasta hacerlos todavía más brillantes de lo que son.
Anochece en Central Park y es la hora ideal para acercarse a su enorme lago central, el Jackie Onassis Reservor, lo que yo creo que es la reserva de agua de la Gran Manzana, que está completamente helado. Desde ese punto se observa un peculiar skyline de la ciudad en el que son bien visibles dos rascacielos gemelos antiguos y el siniestro edificio Dakota en el que vivía John Lennon cuando fue tiroteado por Mark David Chapman y rodara Roman Polanski La semilla del diablo.
Tenemos suerte, porque queda mucho tiempo para la hora de la cena, que hoy, por ser sábado, el Metropolitan esté abierto, así es que repito visita a uno de los mejores museos del mundo en compañía de Marc Emmerich. Vemos Egipto, que olvidé en mi anterior visita, sus esculturas, los misteriosos sarcófagos de sus momias, los jeroglíficos grabados en piedra, las pinturas que conservan milagrosamente su color primitivo, sin haber sido restauradas, por la sequedad del Valle de los Reyes del que fueron rescatadas, o robadas, leones, exquisitos altorrelieves, el inquietante Onubis, los retratos de la última época helenística bajo el gobierno de los Ptolomeo, dioses, héroes y tumbas. Pasamos de largo el medioevo, porque sencillamente nos aburre y no tenemos tiempo para él, o porque en España hay una enorme representación del arte de esa época. Repito con Marc Emmerich las lujosas habitaciones versallescas que ricachones americanos compraron en Francia, embalaron en un barco y acabaron donando al museo, y que muchos ricachones del otro lado del charco clonaron para sus mansiones.Nos perdemos por las salas dedicadas al gran pintor norteamericano Thomas Hard Benton, un muralista de Missouri, como el mexicano Diego Rivera, al que conoció en París y seguramente tuvo una influencia vital en su producción artística, pintor de la escuela norteamericana regionalista que retrataba aspectos costumbristas, escenas rurales, sobre todo de su sur natal, profesor en el Art Students League de Nueva York, en donde tuvo como alumno a Jackson Pollock, y admiramos su impresionante alegoría, pintada en cuatro paredes, titulada America Today, una historia de su nación en potentes imágenes en donde no faltan los esclavos negros del sur, chicas de cabaret bailando, la soledad de los bares, la alegría de las salas de fiestas y los obreros que construyeron Manhattan, el barrio que quiso llegar a tocar las estrellas, personajes que son puro músculo, esculturas en movimiento, adscritos a la corriente modernista.
Una exposición sobre Madame Cezanne, una cincuentena de retratos que pintó Paul Cezanne de su mujer a lo largo de toda su vida pictórica, nos lleva al fondo de la primera planta del Metropolitan, aunque el impresionista francés siempre me deja tan indiferente como Claude Monet. En unas salas pequeñas y perdidas de esa planta, junto a pinturas religiosas del gótico, descubro algún Greco notable, como un retrato de San Jerónimo de luenga barba y con hábitos eclesiásticos morados, algunos Goyas, como los excelentes retratos de la aristocrática familia Altamira, un Ingres notable, como el exquisito retrato de Joséphine Éléonore Marie Pauline de Galard de Brassard de Béarn, princesa de Boglie, pintado hacia 1853, ataviada con un vestido azul de organdí, con los brazos cruzados adornados con pulseras y una mano que destaca sobre los pliegues brillantes de la falda. Éxtasis.
Recorrer un museo es una de las actividades más agotadoras. El ritmo de los pasos no es armónico. Pasa uno a moderada velocidad por una sala, tras echar una rápida ojeada y no ver ningún lienzo que concite tu atención, pero luego te demoras ante una serie de cuadros que te interesan, te quedas paralizado ante ellos, admirando detalles que no viste en esa obra en visitas anteriores en el año 2000 y en el 2007, y buscas el acomodo de un sofá, para descansar, relajarte y completar la visión de determinado cuadro, y el único sofá de esa sala, cómodo, lo ocupa un orondo ruso en animada conversación con su diminuta pareja femenina que no tienen intención de abandonarlo por mucho que los mires fijamente. Así es que, a estas alturas del viaje, por mi parte, y del día, por los dos, nos arrastramos hacia un banco incómodo de madera situado en el sótano del Metropolitan, zona rica en tesoros pictóricos y poco frecuentada por los visitantes del museo, para aliviar el dolor de pies y piernas, para recobrar fuerzas y seguir con nuestra turné por la apasionante historia de las artes.
Los impresionistas, aparte de la monográfica de Paul Cezanne, están muy bien representados. Una tahitiana bañándose de Paul Gauguin se roza con La familia Roulin de su amigo Vincent Van Gogh, retrato de una mujer que sostiene en sus brazos un bebé bastante espantoso. A Paul Gauguin lo encuentro en otras salas del Metropolitan, muchos cuadros más, entre ellos alguno muy conocido como La Orana María, uno de los escasos cuadros religiosos del pintor francés que utiliza a modelos tahitianos para representar a la Sagrada Familia por el procedimiento de poner sendas aureolas sobre las cabezas de la Virgen María y Jesús; y junto a él otro de sus cuadros más conocidos, Dos mujeres tahitianas, en el que destacan los rasgos orientales de las mujeres que portan manjares y flores en sus manos. Hay autorretratos de Van Gogh sencillamente geniales junto a otro lienzo del pintor enloquecido que se cortó la oreja: La Arlesiana. Y paisajes retorcidos, violentos, de colores virados y violentos brochazos tan característicos de él. Me duelen los ojos, las piernas, los pies, pero sigo.
En la siguiente sala me deleito con los rojos y azules de un Marc Chagall parisino y ecuestre, La Torre Eiffel de París; Admiro la belleza simple de Desnudo ante el espejo de Balthus, nombre con el que se conoce a Balthazar Klossowski. Necesitaría un masaje en las piernas, otro en las plantas de los pies, unas manos en las sienes, o quizá una silla de ruedas para deslizarme de sala en sala. Pero sigo.
Llego a Renoir, uno de mis favoritos, desde que tenía uno de razón y sensibilidad para captar la belleza del arte. Me recreo en Las bañistas siempre sensuales de Auguste Renoir, un pintor que asocio a mi adolescencia y del que el Metropolitan tiene una ingente y valiosísima colección de lienzos como Las dos jóvenes ante el piano o una arrebolada bañista adolescente, casi todos pertenecientes a la colección de Robert Lehman, o el retrato de Madame Georges Charpentier, dama por cuyos salones pasaban Gustave Flaubert, Emile Zola o los hermanos Goncourt, en la que aparece con sus dos hijas pequeñas con vestiditos azules y botonaduras blancas. Pero de Renoir hay también exquisitos bodegones, que no conocía, como Naturaleza muerta con melocotones, o retratos como Por la orilla del mar, en donde pinta a Aline Charigot, la que se va a convertir en su mujer, una joven muy bella, de cara redonda, ojos azules y tirabuzones que escapan por debajo de su sombrero tipo cofia azul oscuro, como su elegante traje entallado, sentada en una silla de mimbre, en la costa de Dieper, Normandía, ejecutado con amoroso esmero, y ello se nota. Aline Charigot, que fue una de las modelos favoritas del pintor francés a la que retrató de joven y de madura, como bañista o bailando, murió a los 56 años y fue la madre de Jean Renoir, el extraordinario cineasta galo de La gran ilusión, French Can-Can, El río, Esta tierra es mía o El desayuno sobre la hierba, dedicada a su padre y con una Catherine Rouvel que era la arquetípica bañista del genio impresionista, pero sin duda el retrato que hiciera de ella en Por la orilla del mar es una de los cuadros más bellos de Renoir.
Nos decepcionan las fotografías que el capitán Linneus Tripe impresionó durante sus viajes por India y Birmania entre 1852 y 1860 por cuenta de la Sociedad Geográfica, una sucesión de fotografías de monumentos mortecinas y grises que obvia el elemento humano que es precisamente lo más atractivo de esos dos países orientales que conozco.
En una sala contigua disfruto de un pintor francés del siglo XIX del que no tenía ninguna referencia, León Agustín Lhermitte, artista que retrataba la vida rural de Francia: su Cosecha de la uva me fascina. Otro pintor del mismo siglo, Jules Bastien-Lepage y su retrato de una Juana de Arco después de ser elegida para su misión divina, me parece portentoso, sobre todo por la expresión enloquecida y de estar en trance de la santa guerrera. Hay alguna exquisita muestra de los prerrafaelistas británicos como El sonido del amor, de Sir Edward Burne-Jones. La presencia de Edgar Degás, bailarinas como el pequeño cuadro de La danza clásica, en la que una veintena de bailarinas ensayan sus pasos ante un espejo, y desnudos junto a retratos, insólitos en él, como el de Anciana italiana, envuelta en un largo ropaje dorado, o el de Joven con ibis, muchacha que posa entre dos ibis rojos, es notable, incontable; él sólo llena un par de salas con sus lienzos.
Hay algún cuadro extraordinario de Henry Toulouse-Lautrec, como El sofá. No puede faltar en esta pinacoteca extraordinaria los paisajes de Jean-François Millet como ese cuadro de unas ovejas que pastan a los pies de un grupo de almiares bajo un cielo de tormenta. La sensualidad de los desnudos de Gustave Courbet contrasta con la mediocridad de sus paisajes, en donde el pintor que escandalizó con su realista representación del sexo femenino en El origen del mundo, la vagina más famosa de la historia de la pintura, no parece sentirse a gusto; su Joven bañista, de aires rubensianos, introduce tímidamente la punta de su pie en el agua cristalina de un río, mientras se agarra a la rama de un arbusto, para no trastabillar, y se recoge la melena rojiza con la otra mano; más perfecto es el desnudo dorsal de La fuente, con influencias de Ingres, en el que los glúteos y las piernas perfectamente torneadas de la modelo que, con los tobillos hundidos en el agua, está bebiendo de ese manantial de agua que cae ante ella en forma de pequeña cascada, aparecen resaltadas por una luminosidad especial que niega al resto del cuadro, para que el espectador centre la vista en el desnudo; junto a ellos hay cuadros insólitos del pintor francés, poco reconocibles, como ese titulado Después de la caza, en el que no controla el espacio y las piezas cazadas se amontonan en un extremo del lienzo mientras el cazador enarbola un animal muerto ante un perro que salta para atraparlo.
La fascinación por lo español castizo y por el toreo centran la muestra de cuadros de Édouard Manet: majos con patillas, toreros brindando la suerte del toro, bailaoras, imágenes de su paso por España y la fascinación romántica que entonces ofrecía nuestro país asilvestrado a los extranjeros ilustrados que desembarcaban en la exótica península como ahora nos vamos a la India.
Me sorprende en una sala el elegante retrato de Clotilde García del Castillo, con un traje muy entallado negro y falda acampanada, realizado por su marido Joaquín Sorolla, que está muy cerca del retrato de Consuelo Banderbilt, otra bella aristócrata pintada por el italiano Giovanni Boldini. Y, en la misma sala, me cautiva la maestría de un pintor catalán, al que no conocía, Dionisio Baixeras i Verdaguer, y sus Pescadores de Barcelona, un lienzo naturalista en la que los tres personajes retratados sobre un bote que se balancea, en animada charla, aparecen resaltados por la luz blanca que envuelve el puerto de Barcelona en 1886, al fondo. Sigo mi paseo por el siglo XIX para tropezarme con un cuadro romántico, La tormenta, de Pierre Auguste Cot, de la escuela academicista francesa, lienzo precioso en el que dos jóvenes huyen abrazados, ella envuelta en tules transparentes, y que los críticos se dividen entre los que asocian los personajes a Pablo y Virginia, la novela del romántico Bernardine de Saint Pierre, o bien se remontan al clasicismo y buscan el referente en Daphnis y Chloe de Longo. Los mismos protagonistas se mecen en un columpio, mirándose amorosamente, en el cuadro que, como una secuencia, aparece a continuación: Primavera. Columpio, sol, cabellos al viento.
La presencia de Gustav Klimt en el Metropolitan es escasa y poco atractiva: Serena Pulitzer Lederer, retrato de esa señora de la sociedad vienesa y de origen judío que quizá tenga algo que ver con el premio Pulitzer. He perdido a Marc Emmerich, que va por su cuenta, pero confío encontrarlo a la salida del museo que está a punto de cerrar, así es que apuro la visita por las salas que me quedan, descubro un curioso Matisse, Odalisca con pantalones grises, bodegones, jugadores, hombres que fuman en pipa de Cezanne cuando ya los empleados del Metropolitan empiezan a clausurar con cordones algunas salas para conducir al rebaño de visitantes hacia la escalinata central del museo y la calle. Y ya de retirada disfruto de las extraordinarias esculturas de Auguste Rodin, de ese Beso apasionado que se dan dos amantes desnudos que emergen de una piedra de mármol blanco que deja el artista visible para que veamos de dónde salen sus vigorosas figuras, o la mano de gigante que sostiene dos diminutas figuras, La mano de Dios o ¿La mano de Rodín? Mármol, hierro, bronce golpeador por el gigante francés misógeno y maltratador que hacía que lo material y amorfo tuviera vida. Y ya de retirada, inmerso en la masa de visitantes en desbandada, porque el Metropolitan apaga las luces y cierra las puertas, paso por la sala de la escultura helenística, disfruto de la visión fugaz de sus dioses, emperadores, vestales, esculpidos en mármol y piedra.
En las escalinatas de salida me encuentro con Marc Emmerich. Las 9:05 PM. Hora de buscar un restaurante para cenar, pero mejor ir en metro, bajarse en Madison Square y buscar por los alrededores. Finalmente nos decidimos por uno de aspecto oriental y acertamos. Nos acomodamos en una pequeña mesa junto al ventanal, a ver pasar la gente por la calle 23, grupos de chico de fin de semana que buscan locales para beber y bailar. La sopa que pedimos es picante, tiene pollo, leche de coco y curry. Algo que me sabe bien en la ciudad de los rascacielos. La cerveza Coronas está razonablemente fría. Los pinchitos de pollo, redundantes con el que me comido en la sopa, son sabrosos gracias a la salsa de soja que los acompaña. Marc Emmerich me acompaña hasta una manzana del hotel Night Hotel Times Square. Y cuando cojo la cama, emborrachado de arte, me digo que hoy ha sido uno de los días en que más a gusto me he sentido en la ciudad de los rascacielos que poco a poco recobra la fisonomía de Descalzos por el parque y abandona la de Midnight cowboy.
Tony Musante murió en el año 2013. De no hacer este viaje no me habría enterado. Florinda Bolkan sigue viviendo.
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