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La pasión mayúscula de Rogier van der Weyden

Por Mario S. Arsenal , 24 marzo, 2015

gráfica_WeydenRogier van der Weyden (ca.1399-1464) es una de esas estrellas rutilantes e invisibles del renacer del arte flamenco que podría extrapolarse a cualquier tiempo y lugar. No firmó apenas ninguna pintura y el 90% de su obra sigue atribuida: notable dilema de autoría más propio de historiadores del arte y conservadores institucionales que de amantes del arte propiamente dicho. Aún así, dicha incertidumbre no sólo no impide la relectura indeclinable de uno de los grandes maestros del arte occidental, sino que hace traccionar a las mil maravillas un capítulo fundamental de la historia de la cultura moderna. El Museo del Prado ha aprovechado la culminación del proceso de restauración del majestuoso Calvario (1457-1464) para organizar una muestra, lacónicamente llamada Rogier van der Weyden, de una veintena de piezas incluyendo El Descendimiento (antes fechada hacia 1435 y ahora «antes de 1443») en la que se ha pretendido demostrar, por encima de todo y tal vez a trompicones, que el convenio de colaboración firmado con Patrimonio Nacional en 2011 ha dado y sigue dando sus frutos. Porque es evidente que, como en todo, también en museografía, todos ganamos si convivimos en armonía, aunque esta última siga siendo una utopía. Así que como yo también prefiero la injusticia al desorden, iré por partes: la inauguración.

A la asistencia de Nuria de Miguel como Secretaria General de la Fundación Amigos del Museo del Prado, de André Hebbelinck como representante del Gobierno de Flandes o la de Manuel Marín, que trasladó su sillón presidencial del Congreso a la Fundación Iberdrola, qué curioso, se sumó la sorprendente ausencia de José Rodríguez-Spiteri, presidente del Consejo de Administración de Patrimonio Nacional, siendo Alicia Pastor, por el contrario, la que en calidad de consejera gerente trajo la cara amable y la cordura que entre el Museo del Prado y Patrimonio Nacional no existe. Además de estos gestos, que no hablan precisamente bien por este magno organismo que vela y custodia nuestra memoria, la de todos, no hay que olvidar -por qué no decirlo- la fastuosa y polémica obra del Museo de las Colecciones Reales que ya va camino de 18 años de gestación y que fue la misma que provocó la ingenua, airada y enigmática reacción de José Luis Díez (otrora Jefe de Conservación de pintura del siglo XIX del Prado hasta su anuncio como futuro director del depósito monárquico previsto ahora en 2016) de litigar con Miguel Zugaza por el traspaso de algunos tesoros icónicos que la casa mantiene y protege con celo y mucha razón. El primer revés lo pagó el público, quién si no, que por una puerilidad impropia de una institución como Patrimonio Nacional se quedó sin ver, por ejemplo, el Crucifijo de Bernini que guardan como depósito en El Escorial. Así que, en nombre de más de dos millones y medio de visitantes, haya paz. Y ahora sí, vayamos a la exposición.

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La muestra comprende, como digo, veinte obras que tienen la pretensión de desenvolverse como un todo cronológico. No lo logra, en primer lugar porque es sumamente difícil recopilar la obra de un artista escurridizo envuelto en una bruma de setecientos (700) años, pero en segundo lugar porque la exposición adolece ser un pretexto horadado esencialmente por el excelente trabajo de los talleres de restauración del Prado y Patrimonio, y esto no es necesariamente negativo, pero si la Fundación Iberdrola no hubiera accedido con su generosa contribución al fomento de dicha recuperación, es muy probable que la oportunidad de ver en la misma sala el Descendimiento, el Calvario, el Tríptico de Miraflores (antes de 1445) y el Retablo de los Siete Sacramentos (ca.1450) se hubiera quedado sólo en un hermoso sueño. Básicamente, salvando esta feliz concurrencia, otras piezas como la efigie del prelado Fray Lope de Barrientos (ca.1447-1454), obra maestra en alabastro de Egas Cueman, la Madonna Durán (1435-1438) o los retratos de Felipe el Bueno (ca.1460) e Isabel de Portugal, duquesa de Borgoña (ca.1450, cedido por el Paul Getty de Los Ángeles), así como la copia uno de los paneles de Miraflores firmada por Juan de Flandes a petición de Isabel la Católica (1500), están inteligentemente sometidos a una revisión aislada de su naturaleza primigenia, lo que hace que podamos observarlos con una nueva perspectiva. La misma con la que admiramos el Retablo de los Siete Sacramentos, enfoque del que hasta el mismísimo León Battista Alberti, arquitecto, proyector y codificador de gran parte del decálogo del Renacimiento, se hubiera sentido orgulloso. Aquí la perspectiva no es sólo un método de representación pictórica que imita la realidad. Van der Weyden no concibe esta como un fin, sino como un instrumento, y de tal modo la modifica, la falsea y la dispone caprichosamente para desarrollar una escena modernísima sobre tres tablas cuyo espacio se convierte en una auténtica ventana a través de la cual observar una realidad concreta. En este sentido, tal vez habría sido interesante cotejar y enfrentar estas obras con algunas italianas, por lo que tienen de contemporáneo entre ellas y lo que, en general, podrían aportar a la labor didáctica del museo. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si colocásemos la Anunciación de Fra Angelico, ese trasunto mimético de la geometría de orden natural, tan florentina, tan amable pero tan rigurosa, junto al Descendimiento de Weyden, ejercicio único y casi milagroso de captación fotográfica de lo cotidiano? Probablemente obtendríamos una lección a la que los libros todavía no pueden llegar.

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En fin, todo Van der Weyden es un exemplum de representación, de pintura, de cultura. Con él uno puede descubrir el significado del verbo arrobar, por ejemplo en el magnífico Tríptico de Miraflores, con detalles como el mar, el cielo diáfano, las montañas o los edificios palaciaegos del último término -de lo infinitamente cercano a lo remotamente lejano, como sucede con Piero della Francesca-, pero no olvidemos que la pintura flamenca no es reflejo de nuestra complacencia para con el arte, antes bien, desde su nacimiento está atravesada por una espina dorsal que es la del amor a la vida, la multiplicidad de formas, el mundo de los objetos, de las texturas y los sabores. De ahí que el fenómeno entronque tan bien con nuestro presente, que poco a poco goza de mayor recepción. Una obra menor dentro de este conjunto como es el grupo escultórico de la Piedad para la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Laredo (1430-1440) ya denota, aún tratándose de diseños del maestro y nunca ejecución directa, un dinamismo que no sólo llega a predecir al mismo tiempo la serpentinata de Miguel Ángel o la torsión de un Parmigianino, sino que anuncia ese barroco abrupto de los más finos retablos castellanos. Porque Van der Weyden, y no hace falta que yo lo diga para legitimar esta exposición, es un artista único. Empezando por su naturaleza invisible: jamás un artista tan incierto ha sido tan influyente en el arte de al menos dos siglos y medio posterior.
Imagen exposición en sala /  © Museo Nacional del Prado

Imagen exposición en sala / © Museo Nacional del Prado

Luego queda, por supuesto, la joya de la corona, la última obra del maestro flamenco: el Calvario que brilla en mitad de la última sala del recorrido, vigilado de cerca por un inmenso tapiz venido de Zaragoza con episodios de la historia bíblica de Jefté, una rareza que pasaría desapercibida de no ser por su tamaño y el orgullo de la manufactura bruselense que lo tejió. Sobre el Calvario hay poco que añadir salvo que la labor de restauración ha sido una auténtica proeza. Fragmentado en más de una docena de piezas, los conservadores han firmado un trabajo prodigioso, han devuelto los blancos de plomo y la viveza de los tonos cálidos, incluso las gradaciones medias y las veladuras taponadas por el tiempo. Estilísticamente hablando, podríamos hablar de pintura veneciana y de quién influye a quién, aspecto que pasa desgraciadamente desapercibido en el catálogo, pero algo me dice que tampoco es necesario. Aunque las lágrimas de Cristo no puedan percibirse dadas las dimensiones de la tabla, el drapeado cárdeno nos lleva de vuelta a Italia y, con él, regresamos al nudo más profundo de la génesis de la pintura: la emoción contenida de recrear el pálpito del pulso sagrado del arte, que siempre lo fue, sagrado, como su contemplación.

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Lorne Campbell / © Lucy Dickens - National Portrait Gallery (Londres)

Lorne Campbell / © Lucy Dickens – National Portrait Gallery (Londres)

El encargado de trazar esta exposición ha sido Lorne Campbell, especialista en renacimiento del norte y pintura flamenca conocido en el mundo anglosajón por haber comisariado para la National Gallery de Londres algunas exposiciones como The Fifteenth Century Netherlandish Paintings (1998) o Renaissance Faces: Van Eyck to Titian (junto con Miguel Falomir, 2011). Con una docena de publicaciones sobre arte de la Edad Moderna, está considerado el máximo experto en la obra de Van der Weyden y este es, en efecto tal y como sospechaba, el debido reconocimiento que el Museo del Prado rinde a cuarenta años de estudio sobre el maestro de Bruselas. El catálogo, como decía, está concebido como un instrumento divulgativo, lo que tal vez dificulta la empresa de profundizar en aspectos de cierta hondura. Para salvar esta carencia en mayo está previsto un simposio internacional que, unido a la serie de actividades programadas para estos meses, seguramente incidirá en muchas otras cuestiones de índole académica. Si antes hablaba de predicciones o influencias, en realidad Rogier van der Weyden no sólo nos trae la pintura, sino la primavera misma.

 

Mario S. Arsenal

@Mario_Colleoni

Rogier van der Weyden

Museo Nacional del Prado / 24 marzo – 28 junio 2015

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