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Las agencias de publicidad y Bioy Casares.

Por Pepe Moreno , 15 diciembre, 2014
Los dinosaurios  y el meteorito.

Los dinosaurios y el meteorito.

En 1969 Adolfo Bioy Casares publicó la novela Diario de la Guerra del Cerdo. En ella cuenta como en Buenos Aires de repente, los jóvenes empiezan a tratar mal a los viejos. La violencia crece y nadie encuentra la razón que hay detrás. Torturas, palizas y más tarde, muerte de viejos de manera indiscriminada. El odio coge por sorpresa a los ancianos, que como el protagonista Isidoro Vidal, intentan hacerse pasar por no tan viejos.

Al final del libro un joven justifica el movimiento anti ancianos diciendo “no queremos ser los viejos que seremos”.  Lo que parecer ser un manifiesto de triunfalismo y ruptura generacional, casi Nietzsche, no es más que el rechazo a lo que no se quiere ser, a lo que proyecta la vida como plan de viaje. No solo por la decadencia física de la senectud; también por asumir unos valores que los jóvenes, ahí clarividentes, saben nocivos y sobre todo, estériles. Estériles porque los jóvenes que van detrás de los viejos terminarán también podridos en vida o después quizá, en el mejor de los casos, descompuestos en muerte.

Matar al padre era el concepto metafísico, elevado. La Guerra del Cerdo,  el proceso concreto.

Las agencias de publicidad en España han sido el lugar donde durante muchos años se ha cultivado la solución brillante y el estilo trascendente. La opción correcta era la menos fácil y las organizaciones eran fábricas de amigos diferentes. Casi dejaba de ser un trabajo para tener el simulacro del Arte, o la Creación, como propuesta estética más fiable. Casi era eso, jugar al esteta. Trabajar era más vulgar, la estética era más rica en matices, más salvadora de la mediocridad y del esfuerzo mundano.

Pero el estilo se acabó con la primera glaciación y de la misma manera que la sociedad se hizo taylorista en sus maneras, las agencias perdieron la elegancia. Y sin elegancia se quedaron sin ideas.  Y sin ideas pensaron que el servicio podría ser una buena alternativa, pero trabajar en el servicio daba para ir en autobús y comprar la revista Pronto una vez al mes y eso, no era negocio.  Las agencias entonces no vieron llegar el meteorito y confundieron la creatividad con la ideas. Cuando hacía falta tener ideas que salvaran primero al negocio y después, en el mismo camino, al mundo,  se pusieron a pensar de manera creativa y el resultado fue otra vez, estéril . Como los viejos-jóvenes de Bioy, estériles.  Al pensar creativamente se quiso hacer un guiño al viejo esteta publicitario, casi un ácrata, pero se olvidaron de meter en el proceso la elegancia de las ideas. Entonces, solo quedó la forma creativa, el papel morado del Sugus y eso, tampoco era negocio.

La temperatura bajaba y el meteorito estaba cerca, tan cerca, que de repente ya no hubo nadie porque todos se habían ido. Y se habían ido con sus ideas, dejando la creatividad  en manos de creativos y no de pensadores de ideas. Y los creativos que dirigían la cuestión del pensar creativamente pensaron que el meteorito sería bueno porque movería todo y de esa catarsis saldría algo, pero no salió nada porque la creatividad es un proceso y no un contenido y vender creatividad es como vender método o como vender liturgia.

Y de pronto las agencias estaban vacías y lo que habían enseñado sobre la elegancia o sobre la personalidad para conseguir contar las cosas ahora estaba en posesión de los pequeños peces embrionarios que saltaron del agua a la tierra y desarrollaron unas patas que luego fueron piernas. Y las ideas, como tras el Big Bang, se expandieron por el universo y dos chicas en una oficina compartida tenían más exactitud y más producto que las grandes siglas.

Los jóvenes había atacado a los viejos y habían huido, o los habían atacado huyendo, porque no querían ser esos viejos, temerosos de pensar y porque tenían claros los conceptos sobre los que vivir y los conceptos sobre los que saltar. La creatividad era divertida pero no era patrimonio de los publicistas. Las ideas, tampoco. Y se dieron cuenta también de que llamar a la profesión, apelarla, con un adjetivo, ser Creativo, era tan pretencioso que les daba risa.

Y decidieron no llamarse nada y mejor, hacer que las cosas se pudieran tocar. Hacerlas de verdad y con un fin concreto y real. Aunque no fueran muy divertidas ni muy emocionantes.

Sobre todo para que el próximo meteorito, el que venga con la intención de cambiar las ideas por la razón, por decir algo antiguo que se pondrá de moda, les pille en movimiento y no atracados al organigrama, que es el puerto natural más grande del mundo, después de Pearl Harbour al parecer.

Terry Callier – Ordinary Joe

 

 

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