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Las aguas bajan rojas en Bangladés

Por Francisco Collado , 11 enero, 2019

 

 

 

En Bangladés los ríos bajan teñidos de rojo. Teñidos de un color verde nada esperanzador. Habitados de color azul muerte. En Bangladés, como en tantos otros lugares, el depredador ha llegado para envenenar las aguas, para explotar la extrema pobreza con la promesa fatua de un mañana mejor, que nunca llegará. Al depredador no le interesa que suceda esa entelequia, entonces se terminarían sus obscenos beneficios. Las ganancias sin fin, teñidas de rojo. Como esas aguas textiles, esos ríos envenenados con la ambición del capital, con la extrema hipocresía de quienes dicen ayudar. Ellos son los causantes de que los campos de arroz agonicen, del veneno que mata a los peces y arruina a los campesinos. Como en una pirueta, inmoral y pervertida. Las víctimas acuden a los causantes de su desgracia, para que les salven de la miseria que ellos mismos han creado. Es el salario de la esclavitud, de la indignidad. Los campos estériles, hediondos de la ponzoña vertida, los gobiernos corruptos y la esclavitud anímica de seres humanos, forzados por la miseria. Anclados a ese hado miserable que decide con que sexo naces, que cuerpo habitas, a que raza perteneces. La vida humana a veces es cuestión de suerte, de mala suerte en la mayoría de los casos. La miseria les lleva a las manos explotadoras de empresas desalmadas, preguntándose porque sus niños tienen dolores de cabeza, vómitos o ahogos. Llorando porque su dolor se viste del color de la moda predominante en occidente esa temporada, del agua que baja teñida de injusticia hacia la bahía de Bengala. Bangladés y otros lugares desdichados se llevan la peor parte del pastel de la globalización. Los expertos cantan aleluyas sobre los beneficios de elevar el nivel de vida de estos países. La verdad oculta son el edificio derrumbado, que los propietarios tenían cerrado por fuera,  con cientos de víctimas, que parecen no importar por estos lares, dada su lejanía. La verdad es que nos vestimos y calzamos con el producto de la  explotación más hipócrita y repulsiva, que es aquella que se disfraza de bondad y altruismo empresarial, cuando en realidad es la manipulación de los más débiles. Los medios necesarios para paliar esta contaminación requerirían enormes inversiones que obligarían a las empresas a tomar medidas ecológicas para reducir el impacto ambiental. Nada más lejos de sus intenciones. Es más sencillo aflojar el bolsillo a los gobiernos corruptos. Trasladar al único funcionario del Ministerio de Medio Ambiente que se preocupó de investigar, a supervisar una central lechera. Dejemos de echar los balones fuera. Todos somos culpables. Meditemos sobre esto la próxima vez que acudamos a comprarle a nuestro hijo unas zapatillas que molan. Están teñidas de dolor y sufrimiento. Las aguas bajan turbias en Bangladés.

 

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