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Las compras de Navidad: la hipocresía con lazo

Por Octavi Franch , 27 diciembre, 2015

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Como cada año por estas fechas, me pongo más negro que uno de mis héroes de la adolescencia: el grandísimo portero, inmejorable perico y excelentísima persona Tommy N’Kono, actual entrenador de porteros del mejor equipo de fútbol y club deportivo de la Liga. Aunque quizá el color negro no fuera el más adecuado en este caso. Quizá tendría que decir que me pongo rojo, de vergüenza ajena.

Desde hace unas semanas largas ya, la gente transita por la calle con una sonrisa de pendiente a pendiente porque se acercaba la Navidad y sus fiestas anexas. En primer lugar, continúo sin entender cómo es posible que haya tanta tal avalancha de gente avenida arriba avenida abajo, todo el día. Ya sé que no trabaja nadie (ah, por cierto, para quien no lo tenga claro: quien no trabaja es porque no quiere, porque trabajo hay a doquier) aparte de los cuatro autónomos-empresarios que mantenemos el país con el fin de que éste no acabe convirtiéndose en una república platanera. Pero es que me supera comprobar cómo, por ejemplo, las cafeterías y panaderías están a reventar todo el santo día. Ya sé que es muy barato, hoy por hoy, tomarse un café y un bollo, pero yo personalmente no me lo puedo permitir, y eso que trabajo 18 horas al día de lunes a jueves, 12 el viernes y sólo 8 los fines de semana y festivos. Un servidor lleva comida de casa en el maletín de trabajo y tomo té genérico en lata del supermercado. Hay que dar ejemplo, porque si no todavía iríamos a peor.

Bien, parte de esta apreciación gastronómica y social, continuemos con las risas y otras muestras de afecto global. Todavía no comprendo cómo es posible que millones de personas que no tienen ningún ingreso (no cuento ni el paro ni otras prestaciones, claro está) y que viven como parásitos de los inocentes familiares pueden tener la cara dura de ser felices sin aportar nada a la sociedad. Pero es que encima compran regalos para los demás. ¿Con qué dinero? ¿Con los del Estado? Es decir con mis impuestos.

Y no sólo son regalos para los séniors, evidentemente. La estrella del consumismo enfermizo de estas fechas son los niños. Ya sé que pobretes míos, en la mayoría de los casos, no tienen la culpa de haber ido a parar al hogar donde malviven cívicamente. ¿Pero os habéis fijado en las colas que ha habido y habrá en las principales jugueterías de las ciudades, como Drim, Toys’R’Us o El Corte Inglés? ¡El gentío llega hasta la calle! Vamos a ver: yo soy coleccionista de juguetes. Sí, que ya lo sé, que soy un friqui, y muy orgulloso de serlo… Pero yo sólo los compro de liquidación, en tiendas de segunda mano, en rastros, en ferias de intercambio, cosas que me encuentro en la calle, etcétera. Si hacéis cuentas, os daréis cuenta enseguida que los juguetes nuevos para un solo niño cuestan, a ojo, unos 300€. Y yo me continúo preguntando: ¿Cómo puede una familia que no tiene ningún ingreso económico tener tantos hijos y gastarse un dinero, del cual no disponen, en regalos para su descendencia?

Porque, encima, son personas que visten de marca y no se están de nada. ¿Cómo pueden pagar la hipoteca? ¿Cómo pueden pagar el recibo mensual del coche? Cada día estoy más cabreado. Si no hiciera tanto frío, me iría a vivir a Quebec. Y si no estuviera tan lejos ni fuera un desierto en medio del océano, a Australia. Pero tendré que aguantarme un poco más, hasta que este país se convierta en una República Socialista y las cosas cambien de cuajo.


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