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Leer ¿Para qué?

Por Anabel Sáiz , 29 abril, 2014
Librería El Ateneo (Buenos Aires).  By radioher

Librería El Ateneo (Buenos Aires).
By radioher

Leer. ¿Para qué? A mí se me ocurren mil respuestas y me quedaría corta. No obstante, no soy yo en este caso quien tendría que darlas, sino nuestro alumnado. Si el objetivo es que lean, no hay que darles las respuestas, sino las herramientas para que las alcancen o, mejor aún, para que se hagan nuevas preguntas.

Decía el escritor Luis Landero que la literatura se contagia. Y no hay más. Si el docente o el animador a la lectura no disfruta, no ha descubierto el virus de los libros, con muchas dificultades se lo podrá inculcar a los chicos y chicas. Porque, ojo, es imposible engañar a un niño o a un adolescente. Las falsas moralinas y las pamplinas se huelen a distancia.

Una vez que el profesor tenga clara su vocación de lector, se podrá pasar a la siguiente fase. Exijo porque me autoexijo. El escritor Jordi Sierra i Fabra una vez me comentó una anécdota que es muy reveladora de lo que estamos comentando. En uno de sus encuentros con escolares, un profesor le confesó su secreto para atrapar lectores. Este profesor iba a clase con un libro debajo del brazo, pero siempre con el título tapado. Lo dejaba encima de la mesa como de manera descuidada hasta que siempre había algún alumno que le preguntaba qué estaba leyendo y ese era su momento. Esa argucia tan sencilla servía para que el profesor pudiera acabar prestando el libro a alguno de los presentes y este, cuando lo devolviera, contagiara a alguno más. La red de contagios literarios, pues, es infinita.

A los jóvenes les gustan las buenas historias y hay un texto para cada uno. En clase hay diversas posibilidades para fomentar la lectura, aunque el camino debe seguirse de forma individual. Cada uno ha de trazar su propio itinerario de lecturas. No hay más. De todas formas, con ello no estoy diciendo que no se puedan hacer lecturas comunes o de grupo. Leer por obligación tiene muy mala fama y es normal. Ahora bien, hagamos algunas matizaciones. Si el profesor escoge una lectura para que, pongamos, se lea durante un trimestre y deja al alumnado solo frente al libro, sin añadir nada más, entonces sí se nota el peso de la obligación. Y, pese a todo, ¡hay que fijarse en lo potente que es una buena historia!, muchos lectores se han fraguado en las aulas, gracias a las denostadas lecturas obligatorias. Y no ha sido, en ese caso, mérito del docente.

Lo cierto es que hay que preparar a conciencia la lectura grupal. Ahí está una de las claves. Si el profesor ofrece el título con entusiasmo, si lo ha leído y disfrutado, es posible que pueda sembrar algún tipo de curiosidad en sus alumnos. Además, si organiza actividades antes de la lectura, durante o al final y trata de superar esas viejas cuestiones memorísticas, repetitivas y aburridas y las cambia por otras más participativas, es posible también que gane algún que otro adepto. Si, por último, permite a sus alumnos que, mientras o después de la lectura, opinen e intercambien puntos de vista, ya se estarán abriendo nuevas perspectivas que enriquecerán la lectura común.

Ahora bien, hay que dar libertad también a la hora de escoger. Los niños o jóvenes pueden recomendar algunos libros y explicar por qué e, incluso, intercambiarlos con sus compañeros y generar así una biblioteca de aula. Detrás, no debería existir la espada de la nota. Es más, si alguien quiere leer un tebeo, que lo haga, o una revista. Se tienen que encontrar, en las aulas, es necesario, espacios para la lectura, para el disfrute personal o global, pero que permita el factor sorpresa. No hay fórmulas magistrales –ojalá las hubiera-, sino pequeñas estrategias que pueden hacer que un joven acabe reconociendo que, pese a todo, leer no está tan mal.


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