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Nada. Secuestro de la Infancia

Por Andrés Expósito , 12 abril, 2014

El desahucio primigenio y desgarrador sobre la moralidad proviene de la alcantarilla interior del propio ser humano.

Como heces apestosas e impensadas, actitudes y confabulaciones, marcan y denotan, irreversibles e incrédulas, miembros de la especie humana, que trazan cobarde, encorsetados y sangrientos senderos y futuros que revientan la visión, la lectura o la reflexión  de un domingo ojeroso, pálido y lento, mientras atrincherado entre la pluma, papeles en blanco, periódicos, algunos libros que se han venido desde el estudio hasta el salón, y atienden circunspectos y anodinos en su desorden, mientras no paro de leer y releer, las inclemencias y desatinos de Nada en su secuestro por la selva de Bolivia.

Lejos de hallarme y ofuscarme en dilucidar, ¿por qué unos padres dejan a una niña de 10 años con cierto ejemplar en nada identificativo de la moralidad y la condición humana?, la reflexión me atosiga hacia otro lado.  El terror más intenso que puede padecer un ser humano, no llega desde las inclemencias, desequilibrios o desconciertos de la naturaleza, u otras especies en su intento y proeza por sobrevivir, sobreviene desde otro ser humano.

Nada, la niña marroquí secuestrada de 10 años, preguntó en el momento en que la Guardia Civil la liberó, ¿podré recuperar el curso?, luego también diría, entre sollozos, que estaba segura de que se iba a quedar allí, en la selva, para siempre.  Nadie vendría a buscarla.

En su cautiverio no sólo soportó violaciones sexuales, sino también torturas psicológicas, así como golpes y palizas cuando se entretenía en juegos, imaginación y ocupaciones, que no fueran las tareas encomendadas y dictadas por su captor.  Fue desarraigada de la infancia, la imaginación, la sonrisa.  Se acostumbró a obedecer para no recibir, dolorosas, la impronta de extremas y agónicas tundas.  El ser humano es tan cruel, déspota y cobarde en múltiples de sus actos y tribulaciones sociales, y en su interactuación dentro de la propia especie, que desarma y cuestiona su propia evolución.   Nadie pude dar sentido o coherencia, o estrechar la mano a la posibilidad de la pena de muerte, bien sea por  inyección letal, cámara de gas, fusilamiento, crucifixión, decapitación, desangramiento, silla eléctrica, envenenamiento, empalamiento, garrote vil, horca, lapidación, hoguera, pero a veces, y en este caso, sobrevienen las ganas de ser El Verdugo.

A los 10 años debía ser esposa y agricultora, y alimentar el despotismo, el narcisismo y la ambición de quién la había secuestrado, para poder emerger y alcanzar un noble y poderoso estatus en una secta religiosa, que como todas, se amparan en el poder y el sacrificio de semejantes, bien físicos o psíquicos, y en este caso, desposar a vírgenes menores de 10 años.

¿Por qué unos padres dejan a una niña de 10 años con cierto ejemplar en nada identificativo de la moralidad y la condición humana?  Como he dicho, en eso no voy a entrar, ni a parar el recorrido rabioso e incómodo de mi reflexión, aunque ronronee y aporree en mi pensamiento.

Sobre la mesa del salón varios libros acomodados y papeles desatendidos, el periódico ondea la noticia de Nada, la niña marroquí residente en Barcelona, secuestrada y llevada a Bolivia.  Su captor, acusado de violar a sus propias hermanas, y luego puesto en libertad, enjuto y larga melena, según muestra la fotografía, traza como característica principal la inmundicia y el desarreglo que ampara a múltiples miembros de la especie humana, y las dudas sobre la evolución de esta.

En el silencio del atardecer, el papel bajo mi pluma despliega y hace visible la sonoridad de mi pensamiento, y descubro alertado, que albergo con rabia y sin pesar, las ganas, que se incrementan, de ser El Verdugo.

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