Nuevo Realismo, atajasolaces de la irracionalidad posmoderna
Por Eduardo Zeind Palafox , 20 agosto, 2018
Maurizio Ferraris, italiano filósofo, en artículo publicado en el periódico “La Reppublica” (“Il Ritorno al Pensiero Forte”, 8 de agosto de 2011) ha criticado el “populismo mediático”, que es causante, según afirma, del pensar débil (débil, afirmemos, es todo pensamiento relativista, carente de lógica, accidental, efectual, descontextualizado) propio de las masas. Dialoguemos con tal texto, someramente, para atisbar las consecuencias sociológicas que el estulto pensar acarrea.
El “populismo mediático” obliga a crear cosas que agraden a todos, es decir, a las masas. ¿Y qué agrada a todos? Los tópicos, harto criticados, por ejemplo, por G. Orwell, que en texto llamado “Confessions of a Book Reviewer” (“Tribune”, 3 de mayo de 1943) sostiene que los tópicos de los críticos literarios causan en los lectores emociones hacia libros inanes, vacuos, y por el excelente periodista Karl Kraus, que con “Die Fackel” afanó “desecar el ancho pantano de los tópicos” (“Die Fackel”, abril de 1899)
Los tópicos son paradigmas, fortísimos esquemas de pensamiento, basados en lo más grotesco, vulgar, simplón, del ser humano. Los tópicos, por ende, gustan a ancianos, a jóvenes, a gente del pretérito, a ricos, a pobres. Lo lírico, como el hambre (“Tu vientre sabe más que tu cabeza”, dice Nicolás Guillén), o lo romántico, como el enamoramiento sensorial (recuérdese que Platón distinguía dos tipos de amor, el carnal y el intelectual), y lo utilitarista, como toda infantil ambición de dinero, v. gr., son tópicos, y por eso podemos hallarlos en obras literarias de la vieja Grecia y también en la cuentística de hogaño.
Observamos, por ejemplo, que para agradar a todos algunas revistas de filosofía ostentan portadas que más parecen puertas de jugueterías que de altas ideas, o fármacos que para persuadir a los ojos simulan no ser química orientada al curar, sino golosinas hechas para paladares niñescos. Lo contradictorio pertenece al impar mundo de los milagros, que tanto complacen a la mentalidad moderna, que ha confundido la tecnología con la magia, como dice Umberto Eco (“El País”, 15 de diciembre de 2002).
Hoy la idea de verdad, dice Ferraris, vale menos que la de solidaridad, lo que provoca que sea odiada toda aristocracia científica que asegunde a las masas. Las aristocracias, que se distinguen no sólo por el peinado, la mesurada curva melódica del hablar o por las túnicas, sino por la fina educación recibida, educación que las vuelve políglotas de lenguas muertas y vivas, filósofos y artistas, son desdeñadas al ser comparadas con la opinión pública. Muchos profesores de universidad se quejan de que los alumnos, hoy, pleno siglo XXI, no afanan verdades, sino consensos guiados tribalmente, es decir, autoritariamente.
El habla de la milagrería, tribal, siempre será alegórica, anfibológica y esgrimida por charlatanes. Ejemplo de ello lo hallamos en los radiolocutores, calamidades fonéticas, léxicas y sintácticas, es decir, amigos del proferir discursos balbucientes, desordenados, esto es, deshonestos y enfáticos, y también en los famosos “papers” que emiten las universidades, que saturados de jerga de moda, politizada (rica en tecnicismos médicos, en quejumbres jurídicas, en dilemas éticos), no parecen textos científicos, sino volantes propagandísticos.
La verborrea descrita alimenta la creencia en la famosa “sabiduría popular”, misterio basado en saberes rurales, es decir, metafísicos, de fábula. Muchos macrotenderos, p. ej., creen resolver problemas económicos con refranes campesinos, y ante la escasa “demanda” de lo que venden dicen: “Para todos sale el sol”. Otros, ignorando que vivimos en tiempos donde vale más el dato que el dólar, dicen que madrugar, sudar, es granjearse los favores divinos. La “Real Academia Española” tolera las malhumoradas de las masas, que por culpa de Cervantes, al que no han leído, sostienen que el lenguaje no es asunto fenomenológico, físico, lógico, sino asunto fonético, de juglar improvisador, y por eso desacatan los consejos de los literatos y filósofos que gastan la vida para regalar a los pueblos instrumentos lingüísticos útiles para aprehender la realidad sin ser engañados por el demonio del lenguaje.
Las masas, véase, no sólo desean milagros y autoritarismos, sino también misterios. Lo milagroso, autoritario y misterioso, o en otras palabras, lo falso, burdo y oscuro, causan el mal gusto, hecho sociológico que acarrea la incapacidad silogística.
El término “gusto”, dice Gadamer en “Verdad y Método”, fue usado por vez primera por Baltasar Gracián, quien afirmaba que el hombre de valía, juicioso, espiritualiza lo carnal, se aleja de los propios gustos, es crítico ante la moda y certero al distinguir lo bello, lo feo, lo útil, lo conveniente, etc. El mal gusto, así, es lo contrario. Es grotesco sensificar lo intelectual, transformar, p. ej., en gastronomía a las naciones, como lo hace esa patraña llamada “turismo gastronómico”. Es grotesco, además, transformar los dolores, las sensaciones, que bien se pueden expresar con palabras, en onomatopeyas.
Otra causa de lo grotesco es la incapacidad de distanciarse de los propios gustos, a la que podemos llamar sin melindres “subjetividad”. Lo subjetivo es lo basado en lo sensorial, pues los sentidos son distintos en cada persona. Lo objetivo, en cambio, es lo basado en lo lógico, ya que las funciones lógicas con iguales en cada ser racional. Nótese que las masas, por ser subjetivistas, mezclan sin teoría estética sentimientos, sensaciones, conceptos, ideas, creencias, lo que acaba siendo “kitsch”, conglomerado, p. ej., de odios, placeres culinarios, definiciones antropológicas disonantes, tipografías góticas, etc. Hemos visto gentes que ante aquello que llaman “mala suerte” golpean maderas, se persignan y hablan de vibraciones cósmicas, esto es, gentes que sin indigestiones mentales mezclan atomismo, cristianismo y panteísmo.
Otro rasgo del mal gusto, del individuo grotesco, es la ingenuidad mostrada ante las modas de las metrópolis. Como no puede transformarse totalmente en lo que exige la moda metropolitana, fusiona lo pasado con lo presente, y si procede del mundo rural fusiona lo pastoril con lo metropolitano. Por eso le complacen los horribles filmes de diacronismos, que sitúan, por ejemplo, a Zeus en Brooklyn o a Steve Jobs en Constantinopla.
Tamaña confusión, claro es, amengua la facultad de enjuiciar de las masas, por lo que padecen eso que Roland Barthes, al describir la racionalidad pequeñoburguesa, denominó “ninismo” (ni esto ni aquello), arte pueril de no elegir. Analicemos kantiana, estéticamente, como afana Ferraris, lo aseverado.
La estética, dice el italiano, no estudia lo ilusorio, sino la percepción. Recordemos lo que Kant, en la “Estética trascendental” de su “Crítica de la razón pura”, dijo sobre la sensibilidad humana (la estética, dice el texto alemán, es “Eine Wissenschaft von allen Prinzipien der Sinnlichkeit a priori”). La sensibilidad, el sensorio, es decir, vista, tacto, olfato, etc., al captar colores, texturas, olores, formaliza, o sea, espacializa y temporaliza (“dispersa”, dice el doctor Mario Caimi). Tiempo y espacio no son, deduce, propiedades de las cosas, sino condiciones ideales humanas para captar y para formalizar lo captado.
El espacio es concebido como “cantidad infinita”, y se piensa mediante la “geometría” (englobamos los datos de la materia con círculos, triángulos). El tiempo es concebido como “sentido interno”, como movimiento de nuestro “yo”, y se piensa mediante la aritmética (lo englobado, si contiene realidad, es vuelto número). Para producir conocimientos objetivos, científicos, las formas geométricas deben ser llenadas con datos provenientes de la realidad, no de la imaginación propia o ajena. Tales datos son “inmediatos”, y por serlo, como dice Ferraris, queman, enfrían, matan, son reales y derruyen todo relativismo.
Con esas figuras geométricas llenas de realidad urdimos imágenes (las figuras geométricas llenas de fantasía son ilusiones). Tales imágenes, que son muchas y variadas, que podrían ser infinitas, no pueden ser analizadas, sintetizadas o comparadas simultáneamente porque nuestra mente es finita, por lo que deben enfilarse, y al ser enfiladas producen eso que llamamos “tiempo”. Con las imágenes de permanentes contenidos se hilvanan los silogismos categóricos (A, sustancia o idea general, es el sustento de B, accidente o caso particular). Con las que muestran causas de efectos se pergeñan silogismos hipotéticos (B es efecto de la causa A). Con las que son parciales, es decir, sólo explicables según relaciones simultáneas con otras imágenes reales, se urden silogismos disyuntivos (D es por la presencia de A, B y C).
Lo espacial o geométrico, lleno de realidad, que es inmediata, con lo temporal o aritmético, hecho silogismos, que son instrumentos para conocer mediatamente, se conforma eso que llamamos “verdad”. Es menester, así, no sólo percibir, sentir lo real, sino además silogizarlo para otear verdades.
¿Pero qué acaece cuando las masas, merced al “populismo mediático”, que todo lo satura, captan raudales de imágenes geométricamente incoherentes, llenas de fantasía? Sucede que se acostumbran a captar ilusiones. Y las ilusiones, de cierto, pueden yuxtaponerse arbitrariamente, lo que causa constantes “lapsus” mentales, desdén por el concatenamiento lógico (misología). Dichas imágenes, por ser ilusorias, son meros accidentes y efectos sin contexto. Tan feo intríngulis confunde todo juicio, que siempre yerra al basarse en lo sensorial, que es sólo singular, abigarrado. Las masas, por atender puros efectos ilusorios e ignorando las causas históricas o políticas del “mundo de la vida” (o “Der Zusammenhang des Lebens”, “conexión de la vida”, según expresión de Dilthey, o la “epistemología de la vida”, según expresión de Emilio Lledó), se hacen reaccionarias. De lo mismo se quejaba nuestro Señor (Marcos 4: 12) “et videntes videant et non videant, et audientes audiant et non intellegant”.
Maurizio Ferraris, que a buen seguro realizó facsimilares análisis kantianos, pues profesa la filosofía de Kant, dice que el “Nuevo Realismo”, que invita a regresar a la ontología, a la crítica férrea, en suma, al “Iluminismo”, será el atajasolaces del posmodernismo, que, como decía Nietzsche, prefiere el interpretar quimeras, no hechos, y negar, cual bárbaro enemigo de todo lo estable, noble, toda epistemología para que andemos durante más siglos por la “via del miracolo, del misterio e della´autoritá”.-
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