Paréntesis, espacio exento, pista propicia
Por Redacción , 18 noviembre, 2014
La prosa ensayística de Jordi Doce (Gijón, 1967) ha pertenecido siempre a esa “zona de divagar” que el poeta y traductor asturiano reivindica en su última colección de ensayos. Doce habla en ellos, entre otros, de Elías Canetti, Michel Houllebecq o Julio Cortázar, pero sobre todo de sí mismo. La paciencia enigmática de sus oraciones, su exigente sintaxis, la peculiaridad de su dicción, – todo esto pertenece a esas “confluencias, deltas, franjas pantanosas donde el pensamiento apenas hace pie o avanza con dificultad” (p. 7).
Idéntica vocación errante permea la mayoría de los ensayos de Zona de divagar (Vaso Roto, Cardinales, 2014). Veamos “Trance”. Durante un vagabundeo por Madrid, Doce discute con la memoria, se fija en los detalles del pasado y los relaciona con el presente: “Al otro lado de la calle, la fachada de ladrillo rojo del antiguo colegio de Areneros me hace pensar en Inglaterra; como si volviera a tener treinta años y caminara sin rumbo por alguna calle trasera de Fulham o Battersea, temiendo equivocar la calle donde vivían, donde viven aún, Cristina y Jon” (p. 30).
La biografía de Doce pespunta las líneas que siguen: “Es 1998 y estoy otra vez en Londres, paseando por Thames Walk, respirando la bruma salina en la que se adivina (…) la presencia del mar, mientras el fondo limoso del río aparece salpicado de conos de tráfico, neumáticos, ruedas de bicicleta (…) (p.30). La autobiografía se encuentra en el subtexto de detección psíquica del ensayo: “Pero no, es Madrid, diciembre de 2012 (…) y esas ruedas que giran (…) están muy lejos de acabar en el lecho de ningún río, por muy ilustre que sea” (p. 30).
El poeta está presente y ausente, en consonancia con el tema que trata: el misticismo. En “Trance”, Doce intenta descubrir las conexiones ocultas que nos unen al pasado, que nos separan: “Caminar ahora por las calles vacías no es muy distinto de quedarse tumbado en la cama esperando que amanezca, sumido en esa duermevela con que saboreamos los restos del sueño (…) un paréntesis, un espacio exento, esa pista propicia por donde marchar sin rumbo por nosotros mismos” (p. 31).
“Imán”, por otra parte, es un ensayo enigmático: sus fantasmas podrían ser arquetipos polimorfos que viajan en el tiempo y el espacio, inspirados por la avidez de conocimiento de su autor: “Siempre me han fascinado esas callejas o tramos de calles que, sin saberse el porqué, aparecen envueltas en un aire sombrío, incluso maléfico, como si el tiempo cotidiano hubiera decidido evitarlas (…) con esa calma helada de los personajes de cuentos de hadas que han sido víctimas de un hechizo y duermen a caballo entre dos mundos” (p. 63).
Este ensayo inspirado, al menos tanto como un cuento, pone a prueba los límites de ambas formas, mezclándolas entre sí, en un compuesto de realidad y ficción. En él, Doce se ocupa de los paseos y encuentros de André Breton en y con Nadja y los del escritor inglés Iain Sinclair en Lights Out for the Territory, “el testimonio de un zahorí empeñado en pulsar las fuentes de energía de la ciudad, imanes que van asociados, para él [Breton], al ir y venir de esa mujer fatal con la que entabla una relación a medio camino entre la fascinación y el escrúpulo” (p. 64).
En sus ensayos, Doce es tan ameno como preciso. En “Tocar fondo”, sus largas frases, sus complejas estructuras narrativas se ocupan de la esencia misma de la escritura: “El enigma que encarnan los demás es el que mueve nuestras ficciones, nuestros juegos de hipótesis; a todos nos sorprende esta o aquella revelación sobre una persona (…) Pero en poesía las apariencias son lo más profundo, lo primordial (la carga de sentido), y solo engañan al que quiere dejarse engañar. Entretanto, uno sigue caminando por los bordillos, haciendo equilibrios en público, buscando la forma de no guardar las formas” (p. 91). Su prosa aparentemente pasiva, la atenuación de la luz, el aumento de la presión según avanza la lectura, es buceo a gran profundidad en las aguas caudalosas de ese río, la literatura.
Los ensayos de Zona de divagar son, en definitiva, artificios muy reales. Pertenecen, por derecho propio, a ese “espacio intermedio, ideal para cualquier trance digno de su nombre” (p. 37). La extraña distancia de su escritura, en la que todo parece dentro y al mismo tiempo fuera de nuestro alcance, encierra una reflexión sobre la forma en que accedemos al pasado, cómo lo rescatamos, pero sobre todo cómo el escritor realiza esa regeneración, real pero necesariamente ficticia.
Autor de, entre otros, Imán y desafío (V Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005) o Las formas disconformes (Libros de la resistencia, 2013), uno nunca sabe cómo clasificar los libros de Jordi Doce. Su estructura e intenciones no los sitúan en ningún género conocido. Inspirados por una especie de avidez por lo desconocido, los ensayos de Zona de divagar se mueven a lo largo de una línea en la que los puntos de demarcación son esas manifestaciones extrañas y objetos de los cuales no se puede decir si son o no fantasmas generados en nuestra mente desde tiempo inmemorial.
José de María Romero Barea
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