Una existencia acelerada
Por Silvia Pato , 24 septiembre, 2014
Vivimos en un tren de alta velocidad.
Esta afirmación, tan obvia para la mayoría de la gente hasta hace relativamente poco tiempo, resulta cada vez más confusa. La velocidad que se ha alcanzado es tal que ni siquiera se dan cuenta de ello, exprimiendo sus días entre la contradicción de pensar que son muy jóvenes y tienen todo el tiempo del mundo, y apretar el acelerador para vivir años a un ritmo vertiginoso, donde se acumulan momentos e instantes fugaces.
Aquellos que, en ocasiones, observamos les vemos actuar como si les fuera la vida en ello, mientras creen, erróneamente, que acumulan experiencias. Pasan por la vida, pero la vida no pasa por ellos. Las vivencias, para poder ser asimiladas como tales, deben ser meditadas y analizadas posteriormente; es la reflexión la que convierte un instante vivido en una lección aprendida. Pero para la reflexión, en este tren en el que viajamos, no hay apenas tiempo. Por si fuera poco, si se intuye que la misma va a provocar algún tipo de malestar, duda o molestia, de seguro que el viajero evitará en todo momento bajar el ritmo para reflexionar.
En estas vías que recorremos, donde se valoran los actos realizados por el bien material o el placer sensorial obtenido, ¿quién osa ensalzar el hecho de pensar, de meditar, de filosofar, de detener el tiempo observando las nubes? Lo no tangible se aleja de aquello que se considera un verdadero premio, al tiempo que, con frecuencia, la filosofía, la reflexión y la meditación son acusadas de ser meros pasatiempos de personas vagas y ociosas.
La velocidad inusitada de una sociedad que nos arrastra, dificultando con ello que acompasemos el ritmo que verdaderamente deseamos marcar para vivir, se refleja en las imágenes de las redes sociales a través de las fotografías de sus usuarios, entre aquellos que, nostálgicamente cuelgan el retrato de su infancia, y otros que, da igual cuantos años transcurran, solo compartirán las tomas de juventud en las que se sienten especialmente atractivas o suficientemente fornidos.
He ahí una de las primeras mentiras, banal si quieren, de las redes sociales. Si uno ha optado por identificar su perfil con su retrato, ¿por qué no hacerlo con uno relativamente actual? ¿Realmente tanta importancia tiene detener el tiempo en aras de una eterna juventud? ¿No deberíamos pensar que somos más sabios, más interesantes, con un arsenal más de experiencia que aquella imagen en la que tenemos veinte años y la ingenuidad asoma por todos los poros de nuestra piel? Tal vez parezca uno de esos pequeños detalles sin importancia, por más que en los pequeños detalles suela yacer lo más importante del mundo, pero el hecho de que una foto real, cuando tal decide usarse, identifique de verdad a su propietario suele darnos más información de su honestidad, de su crecimiento y de su vida, que la pantalla de la eterna juventud.
Pero vivimos en el reino de la imagen, seguramente por eso, cuesta tanto elegir una fotografía para el perfil cuando uno no tiene especial querencia por estos asuntos, cuando no se es adicto a los selfies, cuando la exposición nos provoca pudor y apenas vanidad; huelga decir que también existe esta postura en la red, y somos muchos más de los que pueda pensarse. Quien tiene especial apego por la honestidad reflexiona sobre estas cosas más allá de que todos deseemos estar favorecidos y resultar visualmente agradables a través de nuestros retratos, por más que alguno que otro tilde estas reflexiones de superfluas.
Hoy me pregunto qué será de las jovencitas que sucumben a la moda de las autofotos cuando pasen cierta barrera cronológica. Todas esas muchachas que marcan en sus apodos y en sus correos electrónicos el año de nacimiento y se muestran obsesionadas con las poses de las modelos, con más fracaso que acierto, ¿retirarán todo rastro de su edad cuando pasen la barrera de los treinta?
Desde luego, aquellas que han dado esos datos o puesto esos nombres con naturalidad, sin intención y cuyas cuentas son bastante más que sus poses fotográficas no darán ninguna importancia al hecho, como todos aquellos que enarbolamos nuestro natalicio sin ningún tipo de trauma, porque ya hemos aprendido que la suerte es cumplir años; pero las que son víctimas de esas otras vanidades, de esas preocupaciones llevadas al exceso por la estética, siempre las imagino ocultando con denuedo todo rastro de su cumpleaños de las redes dentro de una década, retocando fotos o eternizándose en subir las de determinada etapa de su vida.
Es irónico que esta existencia acelerada no permita que el tiempo pase sobre nuestros cuerpos; es curioso cómo todos los mensajes que nos llegan parecen decirnos que vivamos muchas cosas pero que físicamente no se nos note. Conviene recordar, de cuando en vez, que cada uno de nuestros gestos, cada una de nuestras marcas de expresión, cada una de nuestras arrugas revela qué hemos vivido, cuánto hemos reído, cómo hemos llorado y quiénes somos. Y somos, o deberíamos ser, bastante más que un cuerpo.
Es posible que, cuanto más consciente seas del paso del tiempo, de la inesperada tijera que sostiene la Parca y de cómo los días transcurren como el río aquel que mencionaba Heráclito, menos pisarás ese acelerador que todos apuran hasta el fondo, porque querrás saborear desde la cotidianidad más absoluta hasta la excepcionalidad más completa.
Y cumplir años no será nunca un problema porque, después de todo, eres la suma de todo lo vivido hasta el instante en el que estás leyendo estas líneas.
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