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Una subida a la cima de la Sierra de Atapuerca

Por Víctor F Correas , 12 marzo, 2014

Tengo delante una foto tomada al pie de los Yacimientos de Atapuerca junto a Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro.

La foto corresponde a una visita a dichos yacimientos como parte del proceso de documentación de mi segunda novela, ‘La tribu maldita‘, en la que narro las hipotéticas vicisitudes vividas por grupo de Homo heidelbergensis que habitó aquellos lares hará cosa de 500.000 años, año arriba, año abajo. Antes, a modo de capricho -u obligación, que también se puede ver así-, subí hasta la cima de la sierra que da nombre a esos yacimientos, por la vertiente del pueblo cuyo nombre ya es indisoluble de los mismos. Obligación porque, como tal, así me lo recomendó Emiliano Aguirre. Casi que me regañó, el bueno de don Emiliano

Lo de su recomendación tuvo lugar allá por un mes de diciembre -la visita tuvo que esperar hasta junio del año siguiente-, al preguntarle por la cima y los sentimientos que -decían unos y otros, los que acostumbran a pasar allí verano tras verano- despierta dicho promontorio calcáreo ubicado a una decena de kilómetros de Burgos. «¿Has subido a la cima?». La cara de póker que compuse le convenció de lo contrario. «Sube, y después, me lo cuentas».

Y sí, le hice caso. A pesar de haber estado varias veces en la Sierra de Atapuerca, de haberme perdido entre sus laderas, encinas y quejigos; de haber divisado el Valle de Valhondo en toda su extensión y de imaginarme hace más de 500.000 años allí, al amparo de una naturaleza desfiante y extrema; de haber contemplado las distintas tonalidades del sol según se posaran sus rayos sobre el pico de San Millán, en la cercana Sierra de la Demanda; y de haber sumergido las manos, y algo más, en las aguas del río Arlanzón, frías en diciembre, apetecibles en junio, supe lo que quería decir. “¿Has subido a la cima de la sierra?”; resonaban mil y una veces esas palabras de Don Emiliano en mi cabeza, mientras ascendía por un pedregoso y no estrecho sendero que sirve de vía para los peregrinos de Santiago que ansían llegar cuanto antes a Burgos.

Al final, aliviado, dejas atrás la empinada trocha y topas con la gran cruz de madera sobre base de piedras de la cima de Matagrande. Y un paisaje plano, abierto y firme, casi infinito; buitres que se precipitan al suelo agitando sus alas, encinas solitarias rodeadas de montebajo, renqueantes, azotadas por el viento que cuando sopla, sopla de verdad; y el silencio. Poco importa que buena parte de la cima esté vallada y se impida el paso a todo aquel que no sea militar. Tras unos minutos de ver, sentir, palpar, escuchar y dejar que la Sierra hablara, entendí las palabras de Don Emiliano.

Pasado un buen rato que empleé en tomar fotos y notas, cerré la mochila y desanduve el sendero para regresar a la cercana villa de Atapuerca, y de allí a los yacimientos, donde esperaba la visita concertada. Con la mente llena, dispuesta a trasladar todas las sensaciones experimentadas; con el deseo de transmitir lo que la sierra ha transmitido, transmite y transmitirá a todo aquel que se deje caer por sus alrededores y por los siglos de los siglos.

Alguno se estará preguntando qué fue lo que experimenté allá arriba, en la cima de la Sierra de Atapuerca. Para saber la respuesta le invito a que haga lo mismo, que suba hasta ella y que calle y escuche. Y luego, si puede, por favor, que me lo cuente. Seguramente coincidamos.

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