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¿Existe Ucrania?

Por Carlos Almira , 8 marzo, 2014

A propósito de la actual crisis en Ucrania, leo en “La voz de Rusia”

Ucrania, paisaje.

Ucrania, paisaje.

las siguientes declaraciones de Vladimir Putin: “Sean los sucesos de Kiev un golpe de estado anticonstitucional o una revolución, estos llevan automáticamente al hecho de que Ucrania se convierte en otro país. Y esto deroga todos los acuerdos anteriores, incluidos los de Budapest”.

Con independencia del juicio negativo que merezca la invasión de un país como Ucrania, creo que es interesante y acaso urgente, pararse a pensar en la forma en que los actores de esta crisis (como de otra cualquiera) utilizan la Razón para justificarse, cuando parecería que la sola fuerza les basta. A estos efectos, valgan estas palabras de Putin, como podrían servir otras de Obama, Merkel, o los otros actores del drama.

Desde un punto de vista estrictamente formal, la argumentación del presidente Putin es impecable: si se acepta la premisa de que todo acuerdo entre dos partes exige la existencia de ambas para permanecer vigente, y se demuestra a continuación que uno de esos actores ha desaparecido, entonces sólo se puede concluir que tal acuerdo ha dejado de existir. Por ejemplo: Rusia y Ucrania firmaron el tratado de Budapest; para cumplir las obligaciones a que cada uno de estos Estados se avino para con el otro, es imprescindible que ambos sigan existiendo; como Ucrania se ha transformado, a raíz de los sucesos de Kiev, en un país distinto, el tratado ha dejado de ser vigente.

Si aceptamos que una argumentación es consistente cuando de la verdad de sus premisas se infiere necesariamente la de sus conclusiones, entonces el razonamiento de Putin es formalmente consistente. Otra cuestión distinta, y peliaguda, es si estas premisas son aceptables o no. Por ejemplo: si es verdad o no que Ucrania no es el mismo país con el que Rusia firmó los acuerdos de Budapest. ¿Lo es Rusia? ¿Qué significa que un Estado, un país, se ha transformado en otro completamente distinto?

Supongamos que ningún sujeto de Derecho, incluido el Derecho Internacional, puede permanecer idéntico a si mismo durante un tiempo indefinido. Pues, igual que cambiamos las personas, envejecemos, etcétera, los países modifican sus leyes, sus constituciones, sus fronteras, su población, su economía. ¿Significa esto que un Estado ya no es el mismo sujeto de Derecho que fue? ¿Dónde está el límite entre la permanencia y el cambio, y quién está legitimado para establecerlo? ¿Qué consecuencias tiene esto para las reglas del juego, para las relaciones internacionales?

En el caso de las personas físicas, hace mucho que este dilema de la identidad se abordó y se resolvió de una forma razonable, desde distintas opciones éticas y filosóficas. Supongamos que yo cometí un crimen en mi juventud; el tiempo, la experiencia, me han convertido en una persona diferente a la que era entonces. ¿Significa esto que ya no tengo nada que ver con aquellos hechos? ¿Ha desaparecido mi responsabilidad porque yo ya no soy el muchacho que cometió el crimen sino un adulto, próximo a la cincuentena, alopécico; con familia, obligaciones, una vida; que ha aprendido o incluso se ha arrepentido de lo que hizo? No: puesto que nadie pudo haberlo hecho en mi lugar. Soy responsable porque estuve allí y nadie podía estarlo por mí; de otro modo, mi víctima acaso viviría. Y si actué libremente, si pude elegir, entonces también soy responsable moralmente de lo que hice.

Si las premisas del presidente Putin son aceptables, o si este argumento no puede extrapolarse a las relaciones entre los Estados, todo lo dicho aquí carece de valor. La vida, como la historia, es un mero fluir de circunstancias, de puras contingencias, donde los únicos vínculos y obligaciones para con los otros son los que dicta el momento: es decir, el interés y la fuerza. No cabe entonces ningún fundamento moral, no ya para la política, sino para el propio Derecho. Acaso sea un precio demasiado alto por la consistencia de un argumento.

Ninguna otra teja que la que cayó cuando pasaba el hombre por la calle pudo matarlo, salvo la que lo golpeó fatalmente. Ningún otro joven pudo atacar a mi víctima por mí. Ningún otro Estado pudo firmar, en su día, el tratado de Budapest. En el primer caso, no se trata sin embargo de una acción libre sino de un hecho accidental. El mundo es, en efecto, contingente. Pero yo pude no hacer lo que hice, como las autoridades que en su día firmaron el tratado de Budapest. No sólo pude hacerlo, sino que nadie podía hacerlo en mi lugar. Pude hacerlo porque era tan insustituible como la teja del accidente, sin que el curso de las cosas fuera, por otra parte, inevitable.

Si pudiera arrancarse a posteriori un solo hecho de nuestra vida, de nuestra historia, entonces no habría ninguna razón para mantener el resto. El presidente Putin no podría hablar hoy sobre los acuerdos de Rusia si la realidad de ésta, como la suya propia, no se asentase sobre algo más que el interés y la fuerza. Acaso la historia, como la biografía, sea un río que discurre sobre un lecho permanente, aun para los oportunistas y los partidarios de la Real Politik, que soslayan la responsabilidad moral. Que el pasado puede reescribirse no implica que se pueda cambiar. Alguien estuvo allí y por él somos.

 


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