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Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

Por José Luis Muñoz , 13 abril, 2019

Se pregunta el alter ego de Pedro Almodóvar Salvador Mallo en un momento de Dolor y gloria, que es autoficción descarada, por qué gusta tanto su cine en territorios alejados como, por ejemplo, Islandia adonde le invitan a dar una charla. ¿Exotismo? Un misterio. Desde hace años Pedro Almodóvar es nuestro director más exportable e internacional, reconocido en festivales, premiado en ellos, que mantiene una relación de amor/odio en su propia tierra en donde algunos críticos recalcitrantes (Carlos Boyero) abominan de su obra mientras otros, mayoritariamente,  se rinden a ella.

Reconozco mi equidistancia con el director manchego propenso al melodrama desopilante made in México o al homenaje a Douglas Sirk, pero a años luz la copia del original: el discípulo aventajado del director germano americano se llamaba Rainer Werner Fassbinder. Pienso que el director de la movida madrileña, que empezó su carrera con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, tiene algunas películas notables (Qué he hecho para merecer esto, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Átame y, sobre todo, Volver) y otras francamente olvidables.

En Dolor y gloria pesa tanto lo autorreferencial que el director de Todo sobre mi madre (una de las películas suyas que más detesto) se olvida casi por completo del guión. Un director de cine sin ideas, inactivo, bloqueado, agobiado por un sinfín de dolencias propias de la edad (la representación gráfica de esas dolencias roza el virtuosismo), llamado Salvador Mallo (Antonio Banderas), se reencuentra con el actor de su película más exitosa, Sabor, esta vez a la productora de los hermanos Almodóvar),  Alberto Crespo (Axier Etxeandia)  que la interpretó a su aire e hizo caso omiso de las indicaciones del director, con motivo del pase en la filmoteca de esa película mítica treinta años después y sella la paz con él con una papela de heroína.

En esa sesión psicoanalítica de diván cinematográfico ante el público, Pedro Almodóvar no sólo habla de su cine sino también de sus pulsiones sexuales en la infancia (el cuerpo desnudo del paleta que va a encalar la cueva de Paterna en la que vive Salvador Mallo niño le provoca a éste un desmayo); de su madre, omnipresente en toda su filmografía , y que interpreta respectivamente Penélope Cruz y Julieta Serrano; de adicciones, nada sanas, a la heroína (el director Salvador Mallo se engancha tardíamente a ella para olvidarse de sus dolencias físicas) que tantos cadáveres dejó en la transición democrática; y de algunos amores masculinos que le dejaron huella, como  el argentino Federico (Leonardo Sbaraglia) para quien escribió una pieza dramática titulada Adicción que Alberto Crespo rescata de su ordenador.

La buena factura cinematográfica y el buen punteado musical del habitual Antonio Iglesias no pueden paliar la pobreza del conjunto narrativo que chirría especialmente en dos secuencias: el dialogo que Salvador Mallo mantiene con el público de la filmoteca desde su teléfono móvil, y la obra de teatro Adicción que interpreta el actor Alberto Crespo y provoca la emoción del casual espectador Federico, el antiguo amante de Salvador Mallo, que tiene la certeza de que esa pieza ha sido escrita para él.

A pesar de los desbarres narrativos y salidas de tono, la película se ve bien, no aburre y se salva en parte por Antonio Banderas y los flash backs que remiten a la infancia del protagonista, su tramo más agradecido. El actor malagueño suele brillar con luz especial cuando se pone en manos del manchego, hay entre los dos un feeling especial fruto de sus muchos años de amistad; su composición de ese Pedro Almodóvar en el ocaso profesional y vital, torpe, frágil, asustadizo,  roza la perfección, es lo mejor de la película.

Título original: Dolor y gloria
Año: 2019
Duración: 108 min.
País: España España
Dirección: Pedro Almodóvar
Guion: Pedro Almodóvar
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: José Luis Alcaine
Productora: El Deseo.
Género: Drama | Cine dentro del cine. Drogas. Años 60. Infancia

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